miércoles, 29 de agosto de 2012

ALREDEDOR DEL ALTAR; POR JOAN CARRERAS DEL RINCÓN.


nupciasdedios.org

Hemos estado afirmando durante este mes que el tálamo nupcial es un altar y que sobre él se realiza un sacrificio. Ahora convendría dar la razón última de esa afirmación: el altar cristiano, sobre el que se realiza el sacrificio incruento de la Eucaristía, es en última instancia el tálamo nupcial de las bodas eternas del Cordero.

Hemos afirmado también que, en cierto sentido, es una pena que el tálamo haya casi desaparecido en la cultura occidental, que sea una palabra cuyo significado desconoce la mayoría, que no cumpla ninguna función litúrgica en los ritos nupciales y se haya convertido en una pieza de museo etnológico. No se trata de una "pena" producida por la nostalgia de tiempos pasados. Esta pena está causada más bien por el vacío cultural que ha dejado el tálamo. En la antigüedad todo el mundo comprendía que el uso de la sexualidad y el matrimonio estaban estrechamente unidos, al menos en el ámbito de la racionalidad jurídica y quizá también ética.

En el último post que escribí la semana pasada -Alrededor de la fuente de la vida- expliqué cómo las costumbres nupciales antiguas permitían comprender mejor una verdad que ha quedado prácticamente olvidada en nuestros días: que el tálamo es la fuente de la vida y de la fecundidad. En la actualidad, la fertilidad y la fecundidad son conceptos sinónimos y no se aprecia ninguna diferencia entre ellos. En cambio, en las culturas antiguas -al menos de manera inconsciente y simbólica- los pueblos celebraban la fecundidad del matrimonio: alrededor del tálamo los familiares y amigos festejan el poder de los cónyuges de comunicar la vida humana. Ese poder no se encuentra en la biología -engendrar es algo que se puede hacer ahora incluso mediante el recurso a técnicas reproductoras- sino en el hecho de que los esposos se convierten en el origen de la sociedad humana: reciben la bendición de Dios y todo vuelve a nacer cuando ellos dos se entregan el uno al otro sobre ese altar y ofrecen un sacrificio agradable a Dios.

En cierto sentido podemos sentir pena, pero también debemos llenarnos de alegría porque la tradición litúrgica católica ha mantenido siempre vivos todos los elementos litúrgicos necesarios para que la "verdad del principio" (1) pueda vivificar internamente todas las culturas en las que viven los cristianos.  Evangelizar no consiste en otra cosa que comunicar al mundo la verdad del principio: que el hombre y la mujer constituyen un sacramento originario, el cual es signo del Misterio eucarístico.

En otras épocas, los cristianos celebraban las bodas como los demás ciudadanos -sus iguales- y no añadían otros símbolos nupciales sino que compartían sencillamente las mismas tradiciones nupciales que los demás. Sólo varió el hecho de que la bendición nupcial fuese impartida por el Obispo o por el sacerdote. En las liturgias orientales se instituyó el rito de la "coronación de los esposos", que muestra la importancia de la bendición del sacerdote en cuanto representante de Dios, que es quien realmente "casa" a los esposos al convertirlos en una sola carne. Por otra parte, también se fue estableciendo de manera espontánea la costumbre de celebrar las bodas mediante la Eucaristía.

Precisamente aquí se puede apreciar cómo en la tradición litúrgica católica ha sido el tálamo integrado simbólicamente en el altar. Bien mirado, no es que haya desaparecido el tálamo como símbolo litúrgico, sino más bien ha sido el altar quien ha ocupado su lugar. Ahora es la comunidad cristiana la que se reúne alrededor de la fuente de la vida, cuando celebran el matrimonio con los esposos y los padrinos al pie del altar.

En la Carta a las familias, publicada en 1994, Juan Pablo II explicaba que la historia del "amor hermoso" tuvo su comienzo en la Anunciación, en aquellas palabras admirables que el Ángel dirigió a María, llamada a ser la Madre del Hijo de Dios. Sin embargo, decía también que, en otro sentido, la historia del amor hermoso encuentra su origen en la primera pareja humana, con Adán y Eva (Carta a las familias, n. 20). Es una apreciación interesante. El amor hermoso no desapareció absolutamente de la tierra a raíz del pecado de Adán y Eva, pero quedó profundamente afectado por la dureza de los corazones. En las bodas humanas hay elementos de caducidad. En el fondo, en todas ellas encontramos una celebración en la esperanza de que Dios bendiga y acoja esa unión que los esposos realizan. Esa esperanza sería baldía si Cristo no se hubiese encarnado (recordemos que en toda boda se celebra de manera simbólica la Encarnación del Verbo) y se hubiese unido a su Esposa sobre el tálamo de la Cruz.

La Iglesia tiene conciencia de esta mutua implicación de los sacramentos de la Eucaristía y del Matrimonio. Y al celebrar éste en el contexto de aquél produce una integración del símbolo del tálamo en el símbolo del altar.  Esto supone un enriquecimiento mutuo. Desde luego, el tálamo adquiere su significación más alta, pero también el altar muestra un aspecto importantísimo del sacerdocio cristiano.

Sobre el Altar se consuman las bodas eternas del Cordero. En esta noche de los tiempos el Esposo y la Esposa siguen uniéndose en el tálamo nupcial, que es fuente de toda la fecundidad que hay en el mundo, puesto que todos los bienes proceden de la Cruz. En la Eucaristía, en efecto, tiene lugar el único y definitivo sacrificio de la Cruz, aunque ahora celebrado en forma incruenta. No se trata sólo de un mero recuerdo, sino que se hace presente el Evento que ha roto la estructura del tiempo y nos hace partícipes en el hoy de la liturgia de la Vida eterna.

Entre la Cruz y el sacrificio del altar se puede advertir una relación análoga a la que existe entre el tálamo nupcial y la realización de los actos conyugales de los esposos. Hay un acto fundante y sobreabundante -el sacrificio único de la entrega del Esposo y de la Esposa, del esposo y de la esposa- que se hace presente en todos aquellos signos litúrgicos y sacramentales en los que se hace presente el Misterio, puesto que se revive, se re-presenta y se hacen partícipes de él. Al acercarse al altar, los esposos no sólo invocan la fecundidad conyugal -que sólo de Dios procede- sino que muestran el anhelo de eternidad que dimana de su amor.

En el tálamo del altar, la Iglesia se une todos los días a su Esposo. Los esposos, a su vez, descubren la fuente de la fecundidad conyugal y viven su peculiar Eucaristía uniendo el sacrificio de sus vidas al Sacrificio de Cristo. Recibiendo la Carne del Verbo esperan también ellos en la Resurrección de la carne. En el altar se recupera la unidad perdida por el pecado. Al celebrar su alianza matrimonial en el marco de la Alianza definitiva, el amor de los esposos se hace eterno en Cristo. Y la Iglesia celebra también así la Esperanza en el "ya pero todavía no" de la liturgia cristiana, que también late en cierto sentido en todas las bodas humanas.


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(1) La verdad del principio es la revelada por nuestro señor Jesucristo quien, en diálogo con los fariseos, explicó que la realidad matrimonial goza de una dignidad que procede del designio divino desde sus orígenes. Es una verdad que no estamos en condiciones advertir y de vivir en plenitud a causa de la dureza del corazón.

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