miércoles, 27 de marzo de 2013

SEMANA SANTA; POR ANTONIO CAÑIZARES.

La Razón




El domingo, con la conmemoración de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, sobre un borriquillo y aclamado por el pueblo sencillo, comenzó la Semana Santa, que año tras año llena de un hálito diferente la vida de nuestros pueblos y los envuelve en una esfera distinta, sagrada. Sólo desde la fe se entiende la Semana Santa. Asombra y sobrecoge adentrase en la espesura del Misterio que estos días celebramos: es el Misterio de Dios y del hombre, de la vida y de la muerte, del mal y de la gracia. Toda la historia, todo su sentido, todo el drama del hombre y de la humanidad entera se concentra y esclarece ahí, en lo que celebramos estos días. Estremece contemplar en silencio, sin prejuicios y corazón sincero, los acontecimientos que esta semana evocamos: el Hijo de Dios que se rebaja hasta el extremo, por nosotros; que carga sobre sí todos nuestros males y pecados, sufrimientos y heridas, por nosotros; que se despoja de todo, lo da y se da todo, por nosotros; el abismo de un Amor sin límite ni medida, desbordante, que nos rescata de los poderes infernales de la muerte, nos redime de la culpa, nos salva y plenifica con la paradoja de la cruz y la resurrección, con la sabiduría más grande, la de la Verdad y del Amor, que en ella se contiene. Todo por nosotros que somos tan poca cosa, pero que, sin embargo, valemos tanto ante los ojos divinos de misericordia, que nos abrazan.
¡Cuántos sentimientos, –hondos, nobles, y grandes, manando del más profundo centro del alma–, provocan! Por señalar sólo un ejemplo, ahí tenemos las maravillas de obras de arte que estos hechos han suscitado: obras de arte, cargadas de inmortalidad. Son sólo figura; porque la hondura, la consistencia y la belleza de la realidad que estas obras plasman es inigualable, y, en el fondo, irrepresentable, va más allá de estas expresiones que, sin duda, nos conmueven. Pero aún siendo sólo figura, ¿quién se queda impasible o no se conmueve, por ejemplo, ante «el Cristo» de Velázquez, o el cuadro del «Expolio» del Greco, o las imágenes del Crucificado o de su Madre Dolorosa, que estos días desfilan por nuestras calles, de Montañés, de Hernández, de Mena, de Salcillo... Estos artistas, movidos de fe y con el arte que expresa el fondo del alma capaz de penetrar la realidad de los Misterios, con unos delicados y sencillos pinceles sobre un lienzo o cincelando la madera con la gubia que la acaricia y modela, nos acompañan y ayudan a contemplar el Amor en estos hechos, y así sacar amor. Todos ellos han bebido de la misma fuente: la fuente de la fe de la Iglesia, que se alimenta del agua viva de la Palabra de Dios y de la Tradición multisecular de los testigos que han entrado y penetrado en la hondura y la belleza sin par de lo que acaeció en Jerusalén, en tiempo del gobernador romano, Poncio Pilato, del rey de Israel, Herodes, de los sumos sacerdotes, Anás y Caifás, hace casi dos mil años. Todo queda recogido, fielmente, en los cuatro relatos de la Pasión de Jesucristo. De esa Pasión depende todo, ahí está todo el futuro del hombre, y ahí se encuentra toda la esperanza.
Ante el Cristo muy llagado y envuelto en heridas y sangre, coronado no de laureles, rosas o de oros, sino de espinas clavado y suspendido entre el cielo y la tierra del madero de una cruz de ignominia, esta Semana Santa y siempre —al participar de las celebraciones litúrgicas, al escuchar y meditar la Pasión, al contemplar las imágenes de los diferentes pasos en los desfiles procesionales, o en la quietud de la soledad callada y sonora– del más profundo centro del alma de muchos, brotarán pensamientos, palabras, sentimientos, deseos, anhelos, lágrimas..., que seguramente pocos han sabido expresar mejor y con tan altos vuelos que aquel poeta desconocido, aquel creyente anónimo supo expresar con su soneto grandioso y sencillo a la vez:
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor; muéveme el verte
clavado en esa cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido;
muéveme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, al fin, tu amor, y en tal manera
que, aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y, aunque no hubiera infierno te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera;
pues, aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
Con los sentimientos de este soneto, quisiera celebrar la Semana Santa, para que estos sentimientos duren y se prolonguen todo el año, y todos los días y horas del año: los del amor que brota de Dios que es Amor, y que se han hecho realidad tan viva, palpitante, siempre actual en los Misterios que celebramos en la Semana Santa, que arrancando de la entrada de Jesús manso y humilde en Jerusalén, como Rey de Paz, siguiendo por el gesto de lavar los pies a los discípulos en la Ultima Cena y dejarnos el Misterio Eucarístico que anticipa y perenniza su sacrificio en la Cruz y nos entrega y da a comer y beber su Cuerpo y su Sangre, continuando con la oración en el Huerto de los Olivos y su horrible pasión y muerte en la Cruz y su sepultura, culminan en su victoria sobre el pecado y la muerte, la violencia y el odio, en su Resurrección. Como el Centurión de la Pasión, confieso con gozo: «Verdaderamente este hombre, Jesús, es el Hijo de Dios». En Él está toda la esperanza, en Él y con Él, resucitado, y siguiéndole con la cruz, tenemos la victoria y la gran esperanza, el infinito amor, que nada ni nadie nos puede arrebatar. «Éste es el día en que actuó el Señor! Sea nuestra alegría y nuestro gozo». ¡Feliz Pascua a todos!

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