domingo, 12 de mayo de 2013

EL FRANCISCANO Y AQUELLA NOCHE DEL 31.

Diario de Cádiz




Fray Marcelino Lázaro Bayo, relató los sucesos que se produjeron en Cádiz en la madrugada del 12 de mayo de 1931. El investigador José Manuel Ruiz los ha sacado a la luz
P–M. DURIO | ACTUALIZADO 12.05.2013 - 13:13
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En este estado quedó la capilla de la Vera–Cruz, en San Francisco, aquella noche del 31. Al Cristo “lo respetaron, no se sabe por qué; pero le quitaron las potencias”, cuenta Fray Marcelino.
 “Eran las dos y media de la madrugada del día doce mayo 1931. El hermano portero, Fray Matías Díez, llamó apresuradamente a la puerta de mi celda y con voz entrecortada por la emoción, me dijo: Padre Guardián, en la portería hay un caballero que dice que el convento de Santo Domingo está ardiendo por los cuatro costados; que están saqueando las turbas la casa de los Jesuitas y que vienen a quemar nuestro Convento”. Sobre los hechos ocurrido aquella madrugada de hace hoy 82 años se ha hablado y escrito mucho. Pero leer cómo lo vivieron algunos de los principales afectados aporta otro prisma, otra visión sobre ese episodio. El investigador José Manuel Ruiz ha tenido acceso al relato que sobre aquella noche redactó el entonces guardián del convento de San Francisco, Fray Marcelino Lázaro Bayo, que padeció en primera persona todo lo que ocurrió.
Cuenta el franciscano que la primera decisión que tomó tras ser alertado a las dos y media de la madrugada fue poner a salvo a los frailes enfermos y ancianos, que huyeron por un aparejo colocado en la parte posterior del convento, que les llevaba al jardín de la casa vecina. Uno de ellos, el superior de la residencia (padre Raymundo Zamarripa) cayó al suelo en la huida, “fracturándose una pierna y haciéndose varias heridas de menor importancia”, por los que “conmocionado y sin sentido” fue llevado al hospital de Mora. “Quedaron conmigo en el convento el padre Pascual Inchaurbe y los hermanos fray Epifanio Arruabarrena, fray Matías Díez y fray Evaristo Larrea, gente joven toda y capaz de trepar por los tejados, si preciso fuera. Di rápidamente órdenes de recoger lo más interesante y vestido de hábito, como estaba, pues no tuve tiempo de vestirme de seglar, me eché a la calle por ver si se me abría alguna puerta para llevar el Santísimo Sacramento, con el fin de ponerlo a cubierto de una muy probable profanación”, sigue relatando el guardián de los franciscanos, que cuenta que llamó a las puertas de las casas de Isabel La Católica y de Antonio López. “Las personas que transitaban por la calle, al verme vestido de hábito me decían: “Padre, escóndase usted ¡que lo van a matar!”. “¡Que me maten!”, contestaba yo, que no tenía miedo ninguno, y que gustosamente hubiera dado mi vida a tal de evitar la profanación del Santísimo Sacramento”.
El secretario de la Cámara de la Propiedad Urbana en Antonio López, Jerónimo Posadas, sería quien habilitaría cobijo al Santísimo. Pero cuando el franciscano regresó a su convento “las turbas irrumpían en la plaza de Loreto y empezaban a atacar furiosamente por la puerta principal de la Iglesia”, cuenta Fray Marcelino.
El franciscano se apresuró al sagrario, donde había dos copones y un viril, juntó todas las formas en el copón más grande y salió con el resto de frailes camino de la cúpula de la iglesia. Al llegar a la cúpula los alborotadores ya habían accedido al interior y lo que entonces vio Fray Marcelino a través de una ventana lo refleja en un escrito desgarrador: “La escena que a mis pies se desarrollaba en aquellos instantes es superior a toda descripción: aquello era para enloquecer de pena y de dolor. ¡¡¡ Qué gritos, qué aullidos, qué blasfemias, qué golpes, qué tirar y derribar y destruir !!! ¿Os figuráis lo que acontecería, si por permisión divina se abrieran las puertas del infierno, y salieran de la triste mansión del horror sempiterno todos los réprobos con la misión de desfogar sus iras contra todo lo existente? Pues una cosa parecida estaba sucediendo allá abajo, a mis pies, en la iglesia de mis amores, en cuyo esplendor había yo cifrado por tanto tiempo todos mis cariños y mis más gratas ilusiones”, lamenta el franciscano, que sigue contando cómo empezaron a arder los altares de San Antonio y de San José y cómo un diputado “radical”, Santiago Rodríguez Piñero, logra disuadir a la turba para salir a la plaza a quemar las cosas en lugar de hacerlo en la iglesia –según el fraile, lo hizo porque su tía tenía la casa detrás del altar mayor y si ardía ese retablo “saldrían ardiendo todas las casa de la manzana, la primera de las cuales es la de su tía”–.
Mientras San Francisco estaba siendo destrozado por completo –llega a apuntar Fray Marcelino que se llevaron hasta los interruptores de la luz eléctrica, como símbolo de que no quedó nada en pie– los frailes huyeron saltando por las azoteas hasta el número 2 de Isabel La Católica, donde se refugiaron y se cambiaron de ropa puesto que aún llevaban los hábitos franciscanos. Se disfrazaron, dice Fray Marcelino (“pues particularmente el que esto escribe, quedó hecho una facha, capaz de provocar la hilaridad más jocunda en un hipocondriaco”, relata).
Posteriormente, los franciscanos quedaron repartidos en algunas casas que detalladamente explica en sus escritos el guardián, que a la tarde del día siguiente salió a buscarlos para ver cómo se encontraban. “En los días siguientes a la catástrofe y aún durante mucho tiempo más, el ambiente de la ciudad antes tan acogedor y de familia tornóse extremadamente hostil y belicoso”, cuenta este fraile, que ante las amenazas reinantes hacia ellos y hacia las casas de las familias que los habían acogido, optó por enviar a cada fraile a casa de sus familiares.
Él pudo entrar en San Francisco al día siguiente. “Imposible que no pueda describir el espectáculo desolador que se ofrecía a mi vista. Me hablaban y yo no oía a nadie. Como un autómata y sin pronunciar palabra, me di a recorrer las amplias naves del templo, por el que avanzaba no sin gran dificultad, pues mil objetos rotos, desechos, sobrepuestos en informes montones, obstruían el paso. Entré en el Convento y aquello era una desolación”, escribió Fray Marcelino, que elaboró un detallado informe de cómo se encontraba cada altar, cada imagen, cada elemento de la iglesia y del convento. “Basta decir que en todo él (el convento) no quedó un cristal sano, ni una mesa, ni silla, ni puerta, ni ventana; todo sufrió los efectos del desenfrenado vandalismo. La ropa y objetos que valían algo, todo se lo llevaron”.
Sigue contando el franciscano que dos días después de los hechos las autoridades se incautaron de las llaves, que no podría recuperar hasta diez días después. Mientras, explica que celebró misa en el Rosario (el 13 de mayo) y en “la célebre capilla particular que en su casa tiene Doña Consuelo de la Sierra, viuda de Gómez Izaguirre”, para hacerlo de manera habitual luego en la capilla del Rebaño de María, donde acudían los asiduos a San Francisco. Más adelante comenzaría a celebrar misa a puerta cerrada en este templo. Y por fin, cuenta el padre Marcelino Lázaro Bayo en los escritos que ha recopilado José Manuel Ruiz que el 15 de agosto de ese año volvió a abrirse al culto el templo franciscano. 

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