domingo, 19 de mayo de 2013

EL LENGUAJE DE LAS MANOS.

Foto de portada



El hombre de hoy—también el cristiano—parece que tiene cierta 
dificultad en expresar con gestos sus sentimientos religiosos. No le cuesta tanto "decir" su oración, expresarla con palabras o con cantos. Pero a veces—tal vez por influencia de su entorno secularizado—siente un poco de pudor si se le invita a elevar los brazos o juntar las manos o hacer una genuflexión. 
Sin embargo, nuestra oración, sobre todo en la celebración litúrgica, sólo es completa y expresiva cuando el gesto y la acción se unen a la palabra. Todo el cuerpo se convierte en lenguaje: los ojos que miran, las posturas del cuerpo, el canto, el movimiento, las manos... 

Las manos hablan

Las manos son como una prolongación de lo más íntimo del ser 
humano. Representan una admirable fusión del cuerpo y del espíritu. A veces unidos a la palabra, y otras veces sin ella, los gestos de una mano pueden expresar, con su lenguaje no-verbal e intuitivo, una idea, un sentimiento, una intención. Y lo hacen con elocuencia. 
En nuestra vida social todos llegamos a entender la "gramática"de unas manos que se tienden para pedir, que amenazan, que mandan parar el tráfico, que saludan, que se alzan con el puño cerrado, que hacen con los
dedos la V de la victoria, que cogen en silencio la mano de la persona amada, que se tienden abiertas al amigo, que ofrecen un regalo, que dibujan en el aire una despedida... 
El gesto de una mano no sólo subraya o indica una disposición interior, no solo es "instrumento" para que otros conozcan mi intención o mi sentimiento. El gesto—la mano misma—de alguna manera "realiza" ese sentimiento y esa voluntad íntima. Es algo integrante de mi expresividad total, con o sin palabras. 
También en la oración o en la celebración litúrgica, el lenguaje de unas manos que se elevan al cielo o se tienden al hermano es el discurso más expresivo que en un momento determinado podemos pronunciar. 
La mano poderosa y amiga de Dios
Cuando la Biblia quiere simbolizar el poder creador de Dios o sus 
hazañas salvadoras o su cercanía de Padre, muchas veces recurre a la metáfora de sus manos. 
Todo el mundo creado es "la obra de sus manos" (Ps 18,2) Pero 
también lo es toda la serie de intervenciones en la historia de la salvación en favor de lo suyos: "Yahvé nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido" (Dt 26,8); "ha desnudado Yahvé su santo brazo a los ojos de todas las naciones" (Is 52,10). Es la imagen magistral que Miguel Ángel nos dejó en la Capilla Sixtina con la escena de la creación de Adán: el brazo y el dedo de Dios extendido en un gesto creador. 
Es el símbolo del poder y de la acción. Pero también de la amistad: alargué mis manos todo el día hacia mi pueblo" (Is 65,2). O, como dice la Plegaria Eucarística cuarta del Misal: "compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca". 
Así pudo Lucas resumir la acción salvadora de Dios en las expresiones del Magníficat y del Benedictus: "desplegó la fortaleza de su brazo, dispersó a los soberbios" (1,51), arrancándonos "de la mano de los enemigos" (1,71). Y sobre el Bautista, ya desde su niñez: "la mano del Señor estaba con él" (1,66). 
Hablar asi de la mano de Dios es el que salva, el que da, el que ejerce su poder, el que siempre está cerca para tender su mano.

Las manos del orante
También en la dirección contraria—desde nosotros hacia Dios—los 
brazos y las manos pueden expresar muy bien la actitud interior y convertirse en símbolos de la oración. 
a) Los brazos abiertos y elevados han sido desde siempre una de las posturas más típicas del hombre orante. 
BRAZOS/ABIERTOS: Son el símbolo de un espíritu vuelto hacia arriba, 
de todo un ser que tiende a Dios: "toda mi vida te bendeciré y alzaré las 
manos invocándote" (Ps 62,5); "suba mi oración como incienso en tu 
presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde" (Ps 140,2). 
Unos brazos elevados, unas manos que tienden a lo alto, son todo un 
discurso, aunque digan pocas palabras. Pueden ser un grito de angustia 
y petición, o una expresión de alabanza y gratitud. 
A los Santos Padres les gustaba comparar esta actitud del orante con 
la de Cristo en la Cruz. Al cual, a su vez, veían prefigurado ya en la 
famosa escena de Moisés, orando intensamente a Dios en favor de su 
pueblo que luchaba contra Amalec (Ex 17): cuando lograba mantener sus brazos elevados, Israel llevaba las de ganar. Figura expresiva de un Cristo que intercede por la humanidad en la Cruz y consigue para todos la Alianza nueva. El que ora con los brazos abiertos y elevados es visto en esta misma perspectiva: "si statueris hominem manibus expansis, imaginem crucis feceris" (si colocas a un hombre con sus manos extendidas, tienes la figura de la cruz: Tertuliano, Nat. 1,12,7). 
La primera Plegaria de la Reconciliación habla de Cristo en la Cruz: "antes de que sus brazos extendidos dibujaran entre el cielo y la tierra el signo imborrable de tu Alianza...". 
El orar en esta postura tiene un tono expresivo no sólo de petición por sí mismo, sino de intercesión por los demas. 

b) Las palmas de las manos hacia arriba: ésta es la postura que se suele encontrar en muchas imágenes antiguas del orante. 
Manos abiertas, que piden, que reconocen su propia pobreza, que 
esperan, que muestran su receptividad ante el don de Dios. 
Manos abiertas: lo contrario del puño violento o de las manos cerradas del egoísmo. 
Un cristiano que se acerca a comulgar y recibe el Pan de la Vida con la mano extendida, "haciendo a la mano izquierda trono para la derecha, como si fuera ésta a recibir a un rey", como ya en el siglo cuarto describía el rito S. Cirilo de Jerusalén, está dando a su gesto un simbolismo de fe muy expresivo. 
c) Las manos unidas: palma contra palma, o bien con los dedos 
entrelazados. Es una postura que parece que no se conocía en los 
primeros siglos, y que puede haberse introducido por influencia de las culturas germánicas. Aunque en el Oriente es también muy conocida. Es la actitud de recogimiento, de la meditación, de la paz. El gesto de uno que se concentra en algo, que interioriza sus sentimientos de fe. La postura de unas manos en paz, no activas, no distraídas en otros menesteres mientras ora ante Dios. 
Naturalmente, la postura de unas manos puede ser sólo algo exterior, sin que responda a la actitud interior. Sería merecedora de la queja de Dios: "no me agrada cuando venís a presentaros ante mí... y al extender vosotros vuestras palmas me tapo los ojos por no veros" (Is 1,11.15). Es la sintonía entre la actitud del alma y la de las manos la que puede expresar en plenitud los sentimientos de un cristiano en oración: "que los hombres oren en todo lugar, elevando hacia el cielo unas manos piadosas" (1 Tim 2,8). 
Las manos del presidente
El que más elocuencia debe tener en sus manos, durante la 
celebración cristiana, es el presidente. Su misma actitud corporal y los movimientos de sus brazos y de sus manos pueden ayudar a todos a entrar mejor en el Misterio que se celebra. 
Un presidente, de pie ante la comunidad y ante Dios, con los brazos abiertos y las manos elevadas, proclamando la plegaria común, ofreciendo, invocando; un presidente que saluda con sus manos y sus palabras a la comunidad reunida, que la bendice, que le da la Eucaristía: es él mismo un signo viviente, que a la vez representa a Cristo y es el punto de unión y comunicación de toda la comunidad celebrante. 
Muchos de sus gestos no le pertenecen: no son expresión sin más de sus sentimientos en ese momento, sino que están de alguna manera "ritualizados", porque son signo de un Misterio —tanto descendente como ascendente—que no le pertenece, sino que es de toda la Iglesia. Pero él da al rito su sentido vital, haciéndolo con elegancia, con pausa, con expresividad, con convicción. Sus manos son prolongación en este momento de las de Cristo: que tomó el pan "en sus santas y venerables manos" (como dice la Plegaria primera del Misal), lo partió y lo dio 
El presidente expresa también con sus manos la comunión con la 
asamblea, la dirección vertical hacia Dios, su propio compromiso de orante. Cuando se lava las manos, antes de empezar la Plegaria Eucarística, esta dando importancia al simbolismo que esas manos tienen. consciente de su debilidad, hace ante todos un gesto penitencial, porque no se siente digno, ni ante Dios ni ante la comunidad, de elevar esas manos en nombre de todos hacia Dios. 
Manos que ofrecen
Hay unos momentos particularmente expresivos: cuando las manos del presidente se elevan con el pan y el vino. 
Son tres estos gestos en la celebración de la Eucaristía: 

a) cuando en el ofertorio el sacerdote presenta el pan y el vino, 
elevándolos un poquito sobre el altar; este momento no tiene todavía mucha importancia: las palabras que los acompañan, el Misal supone que normalmente se dicen en secreto (aunque es facultativo que se digan en voz alta); es un gesto de presentación, no tanto de ofrecimiento: el ofrecimiento verdadero vendrá después, cuando ese pan y esevino se hayan convertido en el Cuerpo y la Sangre del Señor; 
b) en la consagración, después de pronunciar sobre cada uno de los dones las palabras de Cristo, el sacerdote los eleva un poco, 
mostrándolos a los fieles; es un gesto que se introdujo a principios del siglo XIII, con la intención de favorecer que los fieles "vieran" la Eucaristía; y como el sacerdote estaba de espaldas, tenía que elevar los Dones de una manera notable; ahora esta elevación no es necesario que sea tan pronunciada: no tiene todavía el sentido de ofrecimiento, sino de "mostración" u ostensión al pueblo; 
c) y por fin el momento culminante, cuando al final de la Plegaria 
Eucarística, mientras proclama la "doxología" ("por Cristo, con El y en El..."), el sacerdote eleva el Cuerpo y la Sangre de Cristo esta vez los dos juntos, uno en cada mano—hacia Dios, a quien dirige "todo honor y toda gloria"; es la "elevación" más antigua y la más importante, y la que con mayor énfasis debe hacer el presidente: precisamente por ese Cristo que tiene en las manos es como la comunidad rinde a Dios el mejor homenaje de adoración. 

La jerarquía entre estos tres gestos de elevación se ve claramente en el Misal, que ha cuidado los términos en cada caso: 

—en el ofertorio, el sacerdote "tiene la patena con el pan y la sostiene un poco elevada sobre el altar" (aliquantalum elevatam: un poquito elevada), 
—en la consagración "toma el Pan y teniéndolo un poco elevado sobre el altar (parum elevatum: un poco elevado), lo muestra al pueblo...", 

—mientras que en la doxología final, toma "la patena con la Hostia, y el cáliz, y elevando ambos (utrumque elevans) dice...". 

El momento en que más solemnemente ofrecemos a Dios nuestro mejor do —que es a la vez el suyo, el Cuerpo y Sangre de Cristo— es éste al final de la Plegaria. 

Una asamblea no maniatada

Durante los primeros siglos los fieles imitaban la postura y los gestos del presidente: oraban de pie, mientras escuchaban la Plegaria Eucarística, y en determinados momentos elevaban también sus brazos al cielo. Con ello seguían la tradición bíblica ("y todo el pueblo, alzando las manos, respondió: amén, amén", Neh 8,6) y la postura normal de la oración. 
Más tarde cambiaron las cosas, porque a partir del siglo XI se fue 
generalizando la postura de rodillas para los fieles, mientras el presidente quedaba en pie. Y los movimientos de brazos se reservaron a éste. 
Ahora, en la celebración eucarística, la asamblea tiene contados 
movimientos con sus manos: la señal de la cruz, los golpes de pecho, extender su mano para la comunión, dar la mano o el brazo en el momento de la paz... 
Sería interesante que, al menos en celebraciones de grupos o en 
circunstancias especialmente festivas, las manos de la asamblea también se liberaran para utilizar su lenguaje de fe. No es nada extraño que en el Vaticano los fieles aplaudan, o que en Lourdes desplieguen antorchas, o en momentos muy festivos (como el final de la Asamblea diocesana de Barcelona) agiten banderas de colores, o que reciten el Padrenuestro con los brazos elevados al cielo... 
En la nueva edición del Misal italiano (1983) se dice expresamente de todos los fieles: "durante el canto o la recitación del Padrenuestro, se pueden tener los brazos extendidos; este gesto, oportunamente explicado, se haga con dignidad en clima fraterno de oración". 
* * * * *
La liturgia también pasa por las manos. 
Unas manos que dan, que ofrecen, que reciben, que muestran, que piden, que se elevan hacia Dios, que se tienden al hermano, que trazan la señal de la cruz... 
Es bueno que haya sencillez, sobriedad y gravedad en la celebración. Pero no lo es que las manos queden como atrofiadas e inexpresivas. No hace falta llegar al éxtasis y a la teatralidad. Pero tampoco es propio de la celebración cristiana que todo lo encomendemos a las palabras, y no sepamos utilizar—sobre todo los ministros—el lenguaje corporal. 
Ya sé que todo gesto presenta la tentación de dejar satisfecho por su sola ejecución, y no preocuparse por su contenido humano o espiritual. 
Pero una recta educación al gesto litúrgico, y una motivación de cuando en cuando recordada, pueden llevar a que sean algo más que movimientos rituales sin sentido. 
Gestos bien hechos, reposados, en sintonía con la riqueza interior de fe: gestos dirigidos a Dios, gestos dirigidos a los hermanos. Gestos no vacíos, o simplemente porque están mandados, sino llenos, auténticos.
EL LENGUAJE DE LAS MANOS 

El hombre de hoy—también el cristiano—parece que tiene cierta 
dificultad en expresar con gestos sus sentimientos religiosos. No le cuesta tanto "decir" su oración, expresarla con palabras o con cantos. Pero a veces—tal vez por influencia de su entorno secularizado—siente un poco de pudor si se le invita a elevar los brazos o juntar las manos o hacer una genuflexión. 
Sin embargo, nuestra oración, sobre todo en la celebración litúrgica, sólo es completa y expresiva cuando el gesto y la acción se unen a la palabra. Todo el cuerpo se convierte en lenguaje: los ojos que miran, las posturas del cuerpo, el canto, el movimiento, las manos... 

Las manos hablan

Las manos son como una prolongación de lo más íntimo del ser 
humano. Representan una admirable fusión del cuerpo y del espíritu. A veces unidos a la palabra, y otras veces sin ella, los gestos de una mano pueden expresar, con su lenguaje no-verbal e intuitivo, una idea, un sentimiento, una intención. Y lo hacen con elocuencia. 
En nuestra vida social todos llegamos a entender la "gramática"de unas manos que se tienden para pedir, que amenazan, que mandan parar el tráfico, que saludan, que se alzan con el puño cerrado, que hacen con los 
dedos la V de la victoria, que cogen en silencio la mano de la persona amada, que se tienden abiertas al amigo, que ofrecen un regalo, que dibujan en el aire una despedida... 
El gesto de una mano no sólo subraya o indica una disposición interior, no solo es "instrumento" para que otros conozcan mi intención o mi sentimiento. El gesto—la mano misma—de alguna manera "realiza" ese sentimiento y esa voluntad íntima. Es algo integrante de mi expresividad total, con o sin palabras. 
También en la oración o en la celebración litúrgica, el lenguaje de unas manos que se elevan al cielo o se tienden al hermano es el discurso más expresivo que en un momento determinado podemos pronunciar. 
La mano poderosa y amiga de Dios
Cuando la Biblia quiere simbolizar el poder creador de Dios o sus 
hazañas salvadoras o su cercanía de Padre, muchas veces recurre a la metáfora de sus manos. 
Todo el mundo creado es "la obra de sus manos" (Ps 18,2) Pero 
también lo es toda la serie de intervenciones en la historia de la salvación en favor de lo suyos: "Yahvé nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido" (Dt 26,8); "ha desnudado Yahvé su santo brazo a los ojos de todas las naciones" (Is 52,10). Es la imagen magistral que Miguel Ángel nos dejó en la Capilla Sixtina con la escena de la creación de Adán: el brazo y el dedo de Dios extendido en un gesto creador. 
Es el símbolo del poder y de la acción. Pero también de la amistad: alargué mis manos todo el día hacia mi pueblo" (Is 65,2). O, como dice la Plegaria Eucarística cuarta del Misal: "compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca". 
Así pudo Lucas resumir la acción salvadora de Dios en las expresiones del Magníficat y del Benedictus: "desplegó la fortaleza de su brazo, dispersó a los soberbios" (1,51), arrancándonos "de la mano de los enemigos" (1,71). Y sobre el Bautista, ya desde su niñez: "la mano del Señor estaba con él" (1,66). 
Hablar asi de la mano de Dios es el que salva, el que da, el que ejerce su poder, el que siempre está cerca para tender su mano.

Las manos del orante
También en la dirección contraria—desde nosotros hacia Dios—los 
brazos y las manos pueden expresar muy bien la actitud interior y convertirse en símbolos de la oración. 
a) Los brazos abiertos y elevados han sido desde siempre una de las posturas más típicas del hombre orante. 
BRAZOS/ABIERTOS: Son el símbolo de un espíritu vuelto hacia arriba, 
de todo un ser que tiende a Dios: "toda mi vida te bendeciré y alzaré las 
manos invocándote" (Ps 62,5); "suba mi oración como incienso en tu 
presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde" (Ps 140,2). 
Unos brazos elevados, unas manos que tienden a lo alto, son todo un 
discurso, aunque digan pocas palabras. Pueden ser un grito de angustia 
y petición, o una expresión de alabanza y gratitud. 
A los Santos Padres les gustaba comparar esta actitud del orante con 
la de Cristo en la Cruz. Al cual, a su vez, veían prefigurado ya en la 
famosa escena de Moisés, orando intensamente a Dios en favor de su 
pueblo que luchaba contra Amalec (Ex 17): cuando lograba mantener sus brazos elevados, Israel llevaba las de ganar. Figura expresiva de un Cristo que intercede por la humanidad en la Cruz y consigue para todos la Alianza nueva. El que ora con los brazos abiertos y elevados es visto en esta misma perspectiva: "si statueris hominem manibus expansis, imaginem crucis feceris" (si colocas a un hombre con sus manos extendidas, tienes la figura de la cruz: Tertuliano, Nat. 1,12,7). 
La primera Plegaria de la Reconciliación habla de Cristo en la Cruz: "antes de que sus brazos extendidos dibujaran entre el cielo y la tierra el signo imborrable de tu Alianza...". 
El orar en esta postura tiene un tono expresivo no sólo de petición por sí mismo, sino de intercesión por los demas. 

b) Las palmas de las manos hacia arriba: ésta es la postura que se suele encontrar en muchas imágenes antiguas del orante. 
Manos abiertas, que piden, que reconocen su propia pobreza, que 
esperan, que muestran su receptividad ante el don de Dios. 
Manos abiertas: lo contrario del puño violento o de las manos cerradas del egoísmo. 
Un cristiano que se acerca a comulgar y recibe el Pan de la Vida con la mano extendida, "haciendo a la mano izquierda trono para la derecha, como si fuera ésta a recibir a un rey", como ya en el siglo cuarto describía el rito S. Cirilo de Jerusalén, está dando a su gesto un simbolismo de fe muy expresivo. 
c) Las manos unidas: palma contra palma, o bien con los dedos 
entrelazados. Es una postura que parece que no se conocía en los 
primeros siglos, y que puede haberse introducido por influencia de las culturas germánicas. Aunque en el Oriente es también muy conocida. Es la actitud de recogimiento, de la meditación, de la paz. El gesto de uno que se concentra en algo, que interioriza sus sentimientos de fe. La postura de unas manos en paz, no activas, no distraídas en otros menesteres mientras ora ante Dios. 
Naturalmente, la postura de unas manos puede ser sólo algo exterior, sin que responda a la actitud interior. Sería merecedora de la queja de Dios: "no me agrada cuando venís a presentaros ante mí... y al extender vosotros vuestras palmas me tapo los ojos por no veros" (Is 1,11.15). Es la sintonía entre la actitud del alma y la de las manos la que puede expresar en plenitud los sentimientos de un cristiano en oración: "que los hombres oren en todo lugar, elevando hacia el cielo unas manos piadosas" (1 Tim 2,8). 
Las manos del presidente
El que más elocuencia debe tener en sus manos, durante la 
celebración cristiana, es el presidente. Su misma actitud corporal y los movimientos de sus brazos y de sus manos pueden ayudar a todos a entrar mejor en el Misterio que se celebra. 
Un presidente, de pie ante la comunidad y ante Dios, con los brazos abiertos y las manos elevadas, proclamando la plegaria común, ofreciendo, invocando; un presidente que saluda con sus manos y sus palabras a la comunidad reunida, que la bendice, que le da la Eucaristía: es él mismo un signo viviente, que a la vez representa a Cristo y es el punto de unión y comunicación de toda la comunidad celebrante. 
Muchos de sus gestos no le pertenecen: no son expresión sin más de sus sentimientos en ese momento, sino que están de alguna manera "ritualizados", porque son signo de un Misterio —tanto descendente como ascendente—que no le pertenece, sino que es de toda la Iglesia. Pero él da al rito su sentido vital, haciéndolo con elegancia, con pausa, con expresividad, con convicción. Sus manos son prolongación en este momento de las de Cristo: que tomó el pan "en sus santas y venerables manos" (como dice la Plegaria primera del Misal), lo partió y lo dio 
El presidente expresa también con sus manos la comunión con la 
asamblea, la dirección vertical hacia Dios, su propio compromiso de orante. Cuando se lava las manos, antes de empezar la Plegaria Eucarística, esta dando importancia al simbolismo que esas manos tienen. consciente de su debilidad, hace ante todos un gesto penitencial, porque no se siente digno, ni ante Dios ni ante la comunidad, de elevar esas manos en nombre de todos hacia Dios. 
Manos que ofrecen
Hay unos momentos particularmente expresivos: cuando las manos del presidente se elevan con el pan y el vino. 
Son tres estos gestos en la celebración de la Eucaristía: 

a) cuando en el ofertorio el sacerdote presenta el pan y el vino, 
elevándolos un poquito sobre el altar; este momento no tiene todavía mucha importancia: las palabras que los acompañan, el Misal supone que normalmente se dicen en secreto (aunque es facultativo que se digan en voz alta); es un gesto de presentación, no tanto de ofrecimiento: el ofrecimiento verdadero vendrá después, cuando ese pan y esevino se hayan convertido en el Cuerpo y la Sangre del Señor; 
b) en la consagración, después de pronunciar sobre cada uno de los dones las palabras de Cristo, el sacerdote los eleva un poco, 
mostrándolos a los fieles; es un gesto que se introdujo a principios del siglo XIII, con la intención de favorecer que los fieles "vieran" la Eucaristía; y como el sacerdote estaba de espaldas, tenía que elevar los Dones de una manera notable; ahora esta elevación no es necesario que sea tan pronunciada: no tiene todavía el sentido de ofrecimiento, sino de "mostración" u ostensión al pueblo; 
c) y por fin el momento culminante, cuando al final de la Plegaria 
Eucarística, mientras proclama la "doxología" ("por Cristo, con El y en El..."), el sacerdote eleva el Cuerpo y la Sangre de Cristo esta vez los dos juntos, uno en cada mano—hacia Dios, a quien dirige "todo honor y toda gloria"; es la "elevación" más antigua y la más importante, y la que con mayor énfasis debe hacer el presidente: precisamente por ese Cristo que tiene en las manos es como la comunidad rinde a Dios el mejor homenaje de adoración. 

La jerarquía entre estos tres gestos de elevación se ve claramente en el Misal, que ha cuidado los términos en cada caso: 

—en el ofertorio, el sacerdote "tiene la patena con el pan y la sostiene un poco elevada sobre el altar" (aliquantalum elevatam: un poquito elevada), 
—en la consagración "toma el Pan y teniéndolo un poco elevado sobre el altar (parum elevatum: un poco elevado), lo muestra al pueblo...", 

—mientras que en la doxología final, toma "la patena con la Hostia, y el  cáliz, y elevando ambos (utrumque elevans) dice...". 

El momento en que más solemnemente ofrecemos a Dios nuestro mejor do —que es a la vez el suyo, el Cuerpo y Sangre de Cristo— es éste al final de la Plegaria.  

Una asamblea no maniatada

Durante los primeros siglos los fieles imitaban la postura y los gestos del presidente: oraban de pie, mientras escuchaban la Plegaria Eucarística, y en determinados momentos elevaban también sus brazos al cielo. Con ello seguían la tradición bíblica ("y todo el pueblo, alzando las manos, respondió: amén, amén", Neh 8,6) y la postura normal de la oración. 
Más tarde cambiaron las cosas, porque a partir del siglo XI se fue 
generalizando la postura de rodillas para los fieles, mientras el presidente quedaba en pie. Y los movimientos de brazos se reservaron a éste. 
Ahora, en la celebración eucarística, la asamblea tiene contados 
movimientos con sus manos: la señal de la cruz, los golpes de pecho, extender su mano para la comunión, dar la mano o el brazo en el momento de la paz... 
Sería interesante que, al menos en celebraciones de grupos o en 
circunstancias especialmente festivas, las manos de la asamblea también se liberaran para utilizar su lenguaje de fe. No es nada extraño que en el Vaticano los fieles aplaudan, o que en Lourdes desplieguen antorchas, o en momentos muy festivos (como el final de la Asamblea diocesana de Barcelona) agiten banderas de colores, o que reciten el Padrenuestro con los brazos elevados al cielo... 
En la nueva edición del Misal italiano (1983) se dice expresamente de todos los fieles: "durante el canto o la recitación del Padrenuestro, se pueden tener los brazos extendidos; este gesto, oportunamente explicado, se haga con dignidad en clima fraterno de oración". 
* * * * *
La liturgia también pasa por las manos. 
Unas manos que dan, que ofrecen, que reciben, que muestran, que piden, que se elevan hacia Dios, que se tienden al hermano, que trazan la señal de la cruz... 
Es bueno que haya sencillez, sobriedad y gravedad en la celebración. Pero no lo es que las manos queden como atrofiadas e inexpresivas. No hace falta llegar al éxtasis y a la teatralidad. Pero tampoco es propio de la celebración cristiana que todo lo encomendemos a las palabras, y no sepamos utilizar—sobre todo los ministros—el lenguaje corporal. 
Ya sé que todo gesto presenta la tentación de dejar satisfecho por su sola ejecución, y no preocuparse por su contenido humano o espiritual. 
Pero una recta educación al gesto litúrgico, y una motivación de cuando en cuando recordada, pueden llevar a que sean algo más que movimientos rituales sin sentido. 
Gestos bien hechos, reposados, en sintonía con la riqueza interior de fe: gestos dirigidos a Dios, gestos dirigidos a los hermanos. Gestos no vacíos, o simplemente porque están mandados, sino llenos, auténticos.

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