lunes, 6 de mayo de 2013

LAS MISAS EN PRIVADO.

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Íntimamente relacionado con la misa en cuanto sacrificio de Cristo y de la Iglesia, está el problema de las misas privadas, que algunos han querido rechazar como carentes de sentido.

Ya la encíclica Mediator Dei salió al paso de este problema, declarando en este sentido la legitimidad de la celebración eucarística sin fieles, puesto que el sacrificio eucarístico, «ciertamente por su misma naturaleza y siempre, en todas partes y por necesidad tiene una función pública y social, pues el que lo inmola obra en nombre de Cristo y de los fieles cristianos, cuya cabeza es el divino Redentor, y lo ofrece a Dios por la Iglesia católica y por los vivos y difuntos.

Y ello tiene lugar, sin género de duda, ya sea que estén presentes los fieles (que nosotros deseamos y recomendamos cuantos más, mejor y con la mayor piedad), ya sea que falten, pues de ningún modo se requiere que el pueblo ratifique lo que hace el ministro del altar». Esta misma doctrina fue ratificada por la encíclica Mysterium fidei, que vuelve a recordar que la Eucaristía, como acción de Cristo y de la Iglesia, no es nunca privada. El Nuevo Código recomienda a los sacerdotes la celebración diaria del sacrificio eucarístico, la cual, dice, «aunque no pueda tenerse con asistencia de fieles, es una acción de Cristo y de la Iglesia en cuya realización los sacerdotes cumplen su principal ministerio». Más adelante completa la idea con estas palabras: «Sin causa justa y razonable no celebre el sacerdote el sacrificio eucarístico sin la participación, por lo menos, de algún fiel».

Teniendo en cuenta las exigencias del sentido eclesial de la Eucaristía, se comprende también que el sacerdote no pueda cambiar los ritos de la misma. Ya el Vaticano II había advertido que «nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie alguna cosa, por iniciativa propia, de la liturgia». La Congregación del Culto Divino se expresó en términos similares, y Juan Pablo II se ha manifestado en estos términos: «El sacerdote, como ministro, como celebrante, como quien preside la asamblea eucarística de las fieles, debe poseer un sentido particular del bien común de la Iglesia, que él mismo representa mediante su ministerio, pero al que debe también subordinarse, según la recta disciplina de la fe. El no puede considerase como 'propietario', que libremente dispone del texto litúrgico y del sagrado rito como un bien propio, de manera que pueda darle un sentido personal y arbitrario. Esto puede, a veces, parecer de mayor efecto; puede también corresponder mayormente a una piedad subjetiva. Sin embargo, objetivamente, es siempre una traición a aquella unión que de modo especial debe encontrar la propia expresión en el sacramento de la unidad.

Todo sacerdote, cuando ofrece el santo sacrificio, debe recordar que durante este sacrificio no es únicamente él con su comunidad quien ora, sino que ora la Iglesia entera, expresando así, también en el uso externo litúrgico aprobado, su unidad espiritual en este sacramento. Si alguien quisiera tachar de 'uniformidad' tal postura, esto comprobaría sólo la ignorancia de las exigencias objetivas de la auténtica unidad y sería un síntoma de dañoso individualismo».
LAS MISAS EN PRIVADO 

Íntimamente relacionado con la misa en cuanto sacrificio de Cristo y de la Iglesia, está el problema de las misas privadas, que algunos han querido rechazar como carentes de sentido.

Ya la encíclica Mediator Dei salió al paso de este problema, declarando en este sentido la legitimidad de la celebración eucarística sin fieles, puesto que el sacrificio eucarístico, «ciertamente por su misma naturaleza y siempre, en todas partes y por necesidad tiene una función pública y social, pues el que lo inmola obra en nombre de Cristo y de los fieles cristianos, cuya cabeza es el divino Redentor, y lo ofrece a Dios por la Iglesia católica y por los vivos y difuntos.

Y ello tiene lugar, sin género de duda, ya sea que estén presentes los fieles (que nosotros deseamos y recomendamos cuantos más, mejor y con la mayor piedad), ya sea que falten, pues de ningún modo se requiere que el pueblo ratifique lo que hace el ministro del altar». Esta misma doctrina fue ratificada por la encíclica Mysterium fidei, que vuelve a recordar que la Eucaristía, como acción de Cristo y de la Iglesia, no es nunca privada. El Nuevo Código recomienda a los sacerdotes la celebración diaria del sacrificio eucarístico, la cual, dice, «aunque no pueda tenerse con asistencia de fieles, es una acción de Cristo y de la Iglesia en cuya realización los sacerdotes cumplen su principal ministerio». Más adelante completa la idea con estas palabras: «Sin causa justa y razonable no celebre el sacerdote el sacrificio eucarístico sin la participación, por lo menos, de algún fiel».

Teniendo en cuenta las exigencias del sentido eclesial de la Eucaristía, se comprende también que el sacerdote no pueda cambiar los ritos de la misma. Ya el Vaticano II había advertido que «nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie alguna cosa, por iniciativa propia, de la liturgia». La Congregación del Culto Divino se expresó en términos similares, y Juan Pablo II se ha manifestado en estos términos: «El sacerdote, como ministro, como celebrante, como quien preside la asamblea eucarística de las fieles, debe poseer un sentido particular del bien común de la Iglesia, que él mismo representa mediante su ministerio, pero al que debe también subordinarse, según la recta disciplina de la fe. El no puede considerase como 'propietario', que libremente dispone del texto litúrgico y del sagrado rito como un bien propio, de manera que pueda darle un sentido personal y arbitrario. Esto puede, a veces, parecer de mayor efecto; puede también corresponder mayormente a una piedad subjetiva. Sin embargo, objetivamente, es siempre una traición a aquella unión que de modo especial debe encontrar la propia expresión en el sacramento de la unidad.

Todo sacerdote, cuando ofrece el santo sacrificio, debe recordar que durante este sacrificio no es únicamente él con su comunidad quien ora, sino que ora la Iglesia entera, expresando así, también en el uso externo litúrgico aprobado, su unidad espiritual en este sacramento. Si alguien quisiera tachar de 'uniformidad' tal postura, esto comprobaría sólo la ignorancia de las exigencias objetivas de la auténtica unidad y sería un síntoma de dañoso individualismo».

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