Muchos, quizá, han olvidado que el mes de mayo tradicionalmente decíamos que era, que es, el «mes de María», otros, posiblemente ni siquiera lo saben. En cualquier caso, en España –llamada «Tierra de María Santísima», por algo será– se siente de una manera muy particular la cercanía de la Virgen y se experimenta la alegría ante Ella, con tantas y tan entrañables advocaciones querida e invocada. Pues bien, en este mes ya iniciado y avanzado de mayo quisiera dirigir mi mirada y la de todos hacia la Virgen. Dirigimos nuestra mirada a la Madre de Dios, a la siempre Virgen María, a nuestra Señora, con tantos nombres y advocaciones amada y que tanta significación tiene para todos los españoles de todas las regiones y pueblos, y para todos los hombres. A sus pies acudimos para pedirle su auxilio, su protección, su ayuda. Dios nos concede venerarla de modo especial en este mes «suyo», de mayo, en cualquier rincón de nuestra geografía, y gozar de esa devoción filial tan tierna y entrañable como se le tiene, en cualquier parte, a la Virgen. Ante la Virgen, con verdadero cariño y confianza de hijos, abrimos nuestro corazón como se hace ante la Madre querida, derramamos nuestras lágrimas de dolor o de alegría y le presentamos nuestras confiadas súplicas implorando su maternal favor y tierna intercesión para nuestras necesidades. Y sobre todo, de una manera o de otra, a veces sin darnos cuenta, detrás de todas esas súplicas le pedimos que nos mire con sus ojos misericordiosos y nos muestre a Jesús, fruto bendito de su vientre. Toda plegaria nuestra pide y espera de la Santísima Virgen, más o menos clara o confusamente, la salvación de Dios, y esa salvación es Jesús, está en Él, Él nos la ofrece y da.
Con todos quisiera unirme, y acudir a la Virgen querida. Para todos mi plegaria a María. Que Ella bendiga y proteja a todos; que a todos acompañe siempre en el caminar de cada uno y en el de todos en conjunto, y conduzca a Cristo, que es Camino, Verdad y Vida. Ante Ella, con toda certeza, recuerdo a todos y pido por todos. Quisiera conocer los nombres de cada uno de quienes me lean, sus vidas, sus gozos y esperanzas, sus inquietudes y sufrimientos para presentarlos a la Señora tan cercana a todos. Quiero tener también un recuerdo particular de cuantos nos han precedido: su memoria nos llena de gozo, de gratitud y de emoción. Sus recuerdos y su presencia viva evocan nuestras raíces, inseparables de la devoción y protección de la Santísima Virgen. Nuestras raíces son cristianas y se arraigan en la cercanía de la que es Madre de misericordia, consuelo de los afligidos, auxilio de los cristianos. Nuestra historia se amasa con la protección, la honra y la filial devoción de María. Nuestros anhelos más hondos, nuestros estímulos y nuestras ilusiones, nuestros suspiros y nuestras alegrías, nuestras plegarias y nuestras esperanzas no se pueden separar de la Madre. Ella también apunta al que es el principio y el fin de todo: Jesucristo. «¡Sé tú misma, España, con todas tus regiones y pueblos!». Vuelve a tus raíces y ganarás en lo más valioso a lo que puedes aspirar. Nuestros antepasados, a los pies de la Virgen, confiaron en el Señor y comprendieron la verdad. Alcanzaron la vida. Cristo es la Verdad y la Vida. Como Pilatos, tenemos delante la verdad, que es Jesucristo. Y no somos capaces de reconocerla. ¡Y la necesitamos tanto! María, sin embargo, nos la muestra: ¡acudamos a Ella!
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