miércoles, 1 de mayo de 2013

REFLEXIONES SOBRE EL PARO; POR ANTONIO CAÑIZARES.

La Razón




La semana pasada tuvimos el doloroso y amargo dato de las cifras actuales del paro en España. Una vez más ha crecido, y ha llegado a un porcentaje que produce escalofrío. Un 27% de la población activa en paro, y más de la mitad de los jóvenes que no tienen trabajo, nos hacen pensar en cuántos dramas, sufrimientos, hasta llantos, hay detrás. El paro, una de las peores calamidades y desgracias de nuestra sociedad, juzga la economía, cuyo fin último debiera ser el bien común, y juzga también los criterios y parámetros sociales que rigen nuestra sociedad desde hace demasiado tiempo. El paro tan lacerante de nuestro tiempo y en tantas partes hemos de encuadrarlo en un contexto que ha buscado el desarrollo, el crecimiento económico, la ganancia en los negocios, por encima de otras consideraciones y condiciones necesarias para el beneficio. Si éste no tiene el bien común como fin último y el beneficio es «obtenido mal», «corre el riesgo de destruir riqueza y crear pobreza» (Benedicto XVI) y generar, por añadidura, paro abundante, síntoma neto de pobreza. El paro está indicando que ni la sociedad ni la economía han tenido como fin último el bien común, del que es inseparable el bien de la persona. La crisis en la que nos hallamos insertos denota a las claras que ni la economía al uso o reinante, ni la sociedad misma han tenido ni tienen como criterio de su actuación al hombre, su verdad y su dignidad: ni lo tienen en el aspecto de la economía, ni tampoco en otros aspectos.
Un paro tan generalizado, fruto y manifestación, entre otras cosas, de una crisis económica feroz, retrata que muchos negocios se hacen mal, contra las leyes del bien común y las personas, y por ello causan dolor y pobreza. El paro destructivo que nos azota está indicando que las cosas no se han hecho bien, ni se está dando aún con los remedios que se requieren, a pesar de todos los esfuerzos que se están procurando por parte de los que se ocupan de la cosa pública, como es preciso reconocer y alabar. Somos conscientes de las concausas y dificultades que originan esta situación, y de los obstáculos que se ponen, en un mundo globalizado y de intereses, para salir de ella. El paro tan amplio, sin las ayudas necesarias, condena, de alguna manera, un mundo como el nuestro, donde el bien común y el hombre, a pesar de las apariencias en contrario, cuenta poco.
Es necesario insistir siempre, y más en este «Primero de Mayo o Fiesta del Trabajo», que el trabajo es un derecho fundamental, que el hombre se realiza en el trabajo, que el trabajo corresponde a su dignidad; sin el trabajo, ni el hombre, ni la familia, ni la sociedad se sustentan. Ahí está en juego, directa o indirectamente, el destino de los hombres y de la sociedad. Poner en el centro de la vida social y de los proyectos sociales, económicos y políticos, el que haya trabajo para todos equivaldría a poner al hombre en el centro, considerarlo objetivo prioritario. De otra suerte las sociedades se derrumban y degeneran, porque cae y se derrumba, se quiebra, el hombre mismo, creado a «imagen de Dios». Añado: es preciso afirmar que la familia está en la base de la sociedad, y que si se debilita ésta, se derrumba la sociedad; y completo esto diciendo que el trabajo es fundamental también para la familia, base de la sociedad, y que sin él la familia se debilita y su debilitamiento, por esta causa, pone en riesgo también a la sociedad por la quiebra humana que produce el paro. Apostar por la superación del paro es apostar, pues, por la familia.
No puedo menos que añadir que el paro es incluso uno de los signos que ponen de manifiesto el «ocaso» de Dios en el espacio público. No olvidemos que a Dios le interesa apasionadamente el destino del hombre, ligado, sin duda, al trabajo, por voluntad también divina. Aún pone más de manifiesto tal «ocaso», porque el paro es un fruto de un orden de cosas que hace de lo económico el valor supremo, un dios, además de esquivar la responsabilidad con el bien común. Así, con esa mentalidad, con esa conciencia tan generalizada, que invade un mundo como el nuestro, no se pueden solucionar las cosas, tampoco el paro.
Estoy convencido de que el paro es uno de los mayores males –no el mayor, cierto, porque hay otros– que afectan a las sociedades modernas. Lo estamos viendo: el paro –ya estructural, y hasta, según algunos, irremediable– produce hambre, frustración y desánimo, pobrezas múltiples, miseria, crisis familiares, humillación, falta de esperanza, y puede desembocar en una cadena de tensiones imprevisibles de las que ya ha sido testigo la historia no lejana. Es un mal tan grande, un drama social tan enorme, y, añadiría, un fracaso social tan estrepitoso que nos afecta a todos y que todos hemos de aportar las soluciones que correspondan. En todo caso se necesita un nuevo orden en que el bien común y el bien del hombre se sitúe en el centro de sus objetivos: se necesita un cambio de las personas, de sus criterios de juicio, y de la sociedad y los principios que la inspiran. Cada uno y el conjunto de instituciones, incluida también la Iglesia, hemos de colaborar en la erradicación del paro y en remediar o paliar sus consecuencias. La Iglesia ayuda mucho en la lucha contra el paro con acciones concretas, de todos conocidas, y ayuda también con su doctrina social –no tan conocida– a cambiar las conciencias en vistas a un nuevo orden económico y social, como tan palmariamente nos ha enseñado Benedicto XVI, sobre todo con sus tres Encíclicas, y nos está enseñando ahora el Papa Francisco con sus gestos en los que nos está mostrando su predilección por los pobres y el deseo de una «Iglesia de los pobres y para los pobres», de donde se derivan tantas e importantes consecuencias para los cristianos.

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