sábado, 13 de julio de 2013

ÉXODO LIMITADO; POR ALFONSO USSÍA.

La Razón


Toca verano de idas y venidas. Castilla la Vieja, ardiente. Borges, que era un genio con una ilimitada capacidad para decir tonterías –«me he leído "El Quijote" en francés y he comprobado que es una buena novela»–, dijo que en Castilla es muy complicado descubrir un árbol. Castilla es un conjunto de páramos, tierras sembradas, manchas y bosques. Y de piedras románicas en sus iglesias, cuyas torres surgen desde sus perfiles como si fueran álamos. Los ríos y arroyos aún corren aguas, pero más cansinas. Escribió Guareschi que la dignidad del agua está en la quietud, la «plata quieta» de la caleta gaditana cantada por Antonio Burgos. Superado el Alto Campóo, el golpe de los verdes enfrentados. Descenso hacia el lecho de La Montaña, con sus pueblos y barrios reunidos en las plazas con sus boleras. De Torrelavega hacia el poniente, el ruido del impacto de la encina con el abedul, y los vinos entre amigos, y las historias de los que vivieron antes para dejar a los de ahora la riqueza de las costumbres y las tradiciones. En el alto de La Hayuela, abrazado por el Monte Corona, la primera aparición de la mar y la elevación, aún con neveros, de la gran chulería natural de la bóveda del Norte de España. Los Picos de Europa, que funden Cantabria con Asturias, León y la montaña palentina, dominios del oso, del lobo y del urogallo.
Se alivian los problemas, las angustias económicas y los sinsabores diarios de la política. El apertivo en La Rabia de los Herrera –mi sitio–, o en el Cofiño de Caviedes, o en Roiz con los «calixtos». Se han inventado los «spray» contra los ladrones y los perros violentos, pero no contra los pelmazos del verano. –¿Qué opina usted de lo de Bárcenas?–; –perdone, estoy veraneando. Pregúnteselo a su tía–. Y encima, se van enfadados, decepcionados, doloridos a dar el tostón a las playas, ya angustiadas sus arenas por los gritos y bullicios que no sufrieron en el largo invierno.
Comillas, Ruiloba, Novales, Cóbreces, Roiz, Mazcuerras y San Vicente reciben a los de fuera. Los más tradicionales son los «papardos», la «paparda». Parece ser que el papardo es un pequeño pez que llega a las costas en verano en grandes cardúmenes y que sirve para poco. Es muy del norte, desde Galicia al País Vasco, disminuir la importancia de los veraneantes, que a la postre, con todo el respeto para los locales, tanto contribuyen a mantener la economía invernal en los meses sin turismo.
No han disminuído los carteles en las nuevas viviendas y urbanizaciones de «Se vende» o «Se alquila», más, por desgracia, los primeros que los segundos. En el «Ocho» de Ruiloba se juntan los naturales y los visitantes sin aristas, y suena la inmediata bolera de la plaza, acostumbrada al estrépito de las campanas de la Iglesia, un tanto melancólica por la ausencia obligada de don José Antonio Zúñiga, el bronco y formidable párroco tolano.
Eso es el veraneo. Huir del verano, no pasar el verano como cree la mayoría. Veranear es buscar el fresco y el paisaje. El primer Rey en hacerlo fue Alfonso XII, que agudizó sus melancolías en Ocejo, en el cruce de Comillas. El mismo que tomó sus «baños de ola» en las playas santanderinas del Sardinero, con un maillot rayado que parecía de preso, y hasta las nostalgias segovianas de Riofrío se llevaba barriles de agua salada para refrescarse en sus paisajes de encinas, sabinas, gamos y venados.
Lo malo es que hay que ir y volver. Y lo segundo no es nada recomendable.

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