Tuve en mi juventud un amigo con muy buena voluntad y unos sueños infinitos de igualdad entre los hombres. Vivía modestamente, a pesar de que sus padres eran multimillonarios. Me hizo partícipe de sus planes de futuro, mientras paseábamos una tarde por los donostiarras jardines de Ondarreta. «Cuando mueran mis padres, renunciaré a la herencia». Lo admiraba profundamente. Un social-comunista de verdad. Un tipo de una pieza. Se precipitó el futuro. Su madre, norteamericana, falleció de un devastador cáncer de páncreas, y el padre, roto por la tristeza, se suicidó. Mi amigo se enfrentó a la más dura y áspera de las pruebas que la vida puede plantear. Heredar –en aquel entonces–, más de cinco mil millones de pesetas. Sus sueños infinitos de igualdad entre los hombres se nublaron inesperadamente y no renunció a la herencia. Se compró un campo prodigioso de miles de hectáreas en los Montes de Toledo, se construyó una formidable casa y ahí se encerró con sus melancolías. Cuando lo visité volvió a hacerme partícipe de sus sentimientos: «Tengo una permanente, lacerante herida». Entonces se compró un Bentley, y la herida cicatrizó.
Insisto en que las comparaciones no vienen al caso, pero intuyo que un cirro capitalista ha nublado el cielo ardiente de sus ideales proletarios. Porque un piso de 190 metros cuadrados, no lo disfruta en Cuba ni un ministro del Gobierno revolucionario y comunista, porque son bastantes más metros que los considerados convenientes por la Revolución para vivir dignamente. Nada hay de reproche a Valderas en este comentario. Hay compasión y comprensión. Comprendo su debilidad y compadezco la permanente, lacerante herida que le acompaña a todas horas. Quizá piensa en el vecino, despojado de su piso, y las lágrimas le brotan en los ojos a punto de cauce. Y termino. No puedo continuar. Me estoy emocionando.
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