martes, 29 de octubre de 2013

LA EXPERIENCIA DEL PERDÓN (INCOMPRENSIBLE PARA EL MORALISMO CONTEMPORÁNEO).

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Marcelo López Cambronero


Apenas hace unos días que un amigo mío me contaba una anécdota que me parece que sobresale por su ternura y sentido. Su hija, que cuenta once años, le había solicitado el salir con sus compañeras de colegio a un conocido centro comercial de la ciudad todos los viernes por la tarde. Él –qué decir-, aunque ya había observado cómo las muñecas y las casitas habían sido sustituidas por imágenes de adolescentes para él desconocidos que vestían como vampiros de subsuelo con nobleza bastarda y olvidada, no esperaba una petición así hasta dentro de mucho tiempo.

En aquel momento, según me comentaba, aunque cierto fuego de ira y malestar le había recorrido las venas inmediatamente, había logrado mantener la calma y, con cariño, le había negado a su hija esa posibilidad apoyándose en dos sencillos y sinceros argumentos: que entendiese que tal vez era demasiado pronto para ella, y que la organización de la familia – ese logaritmo encorsetado en el que deben ajustarse todas las obligaciones y quehaceres de cada miembro del clan en este mundo de locura – hacía imposible algo así, al menos por el momento.

Como era de esperar, aunque mi amigo no pudiese alcanzar ni de lejos a prever algo así, la niña le había contestado algo airada, atolondrada, indicándole con cierta mala leche que “cuando tenga dieciocho años me voy a ir de casa y voy a hacer lo que me dé la gana”.

Ni qué decir tiene que el padre quedo turbado por la respuesta pero, prosiguiendo con calma e inteligencia, acercándose con mimo al corazón de su pequeña, le dijo algo parecido a esto: “Cariño, yo sé que tú quieres tener libertad y hacer muchas cosas en la vida. Para eso me esfuerzo tanto desde que naciste, para que cuando seas mayor puedas tomar tus decisiones con madurez y libertad. No te preocupes que entonces no te molestaré ni interferiré en lo que hagas. Es más, te querré en todo caso. Estoy seguro de que vas a ser una mujer con un gran criterio.”

Ella quedó callada, tal vez desbordada ante la prudencia de su padre o sorprendida por no tener ningún enemigo con el que saciar sus impulsos. Mientras, el papi intentaba digerir la importuna conversación. Pasada la jornada, por la noche, se acercó a la habitación de su princesa para darle un beso de buenas noches.

-¿Cómo estás?
-Bien.
-¿Estás más tranquila?
-Sí. ¿Por qué me preguntas eso?
-Bueno… esta tarde has dicho una cosa que me ha hecho un poquito de daño. Yo te quiero muchísimo.

Entonces ella se inclinó un poco, levantando la espalda y, mirándole a los ojos, le dijo:
-Yo también te quiero. Siento mucho lo que he dicho. Me he pasado. Perdóname.

Cuando este padre me hacía partícipe de estos momentos decisivos llegó a entrecortársele la voz, porque veía en este perdón deseado y entregado un hecho lleno de sentido: “En realidad es lo más bonito que me ha pasado nunca. El perdón es lo más grande que puede haber en el corazón humano”. El buen hombre venció las vergüenzas que acostumbramos a tener y dejó florecer su corazón para que yo viera sus frutos. Hizo bien y se lo agradezco, porque lo que había dicho era verdadero.

Más tarde, reflexionando sobre este pequeño suceso que parece carecer de relevancia en el contexto de los problemas mundiales, caí en la cuenta de que ese perdón sincero y cariñoso es un acontecimiento extraordinario que en muy pocas ocasiones sucede en nuestra vida. No es nada habitual que perdonemos o que pidamos perdón a nuestros semejantes.

El perdón y el arrepentimiento son tal vez sentimientos excesivos para la cultura burguesa, moralizada, profesionalizada y objetivada, a la que le resultan de mal gusto las exaltaciones incontroladas, más cuando provienen de un sentido profundo, existencial, que inevitablemente reclama a la humanidad del otro.

Sin embargo, nos encanta la superficialidad y nos revolcamos como gorrinillos en charco de barro con cosas fútiles y absurdas como la envidia, el poder, la superioridad o la culpa –del vecino, claro está. Ese tipo de realidades son las que estructuran los mensajes de los medios de comunicación, las series televisivas, los personajes “interesantes” y, también, son la base de la economía, la política y la concepción de la sociedad en la que vivimos. Es lo que nos interesa; y para ser interesantes procuramos poner sal a la propia vida llenándola de intrigas y estupideces de esta clase. Después intentamos contener la potencia que derrama esta forma de concebir la existencia con diques de moralismo que, bien mirados, no son más que expresiones normativas del poder, la superioridad, la envidia y la culpa –del vecino.

Esta perspectiva sobre la vida da a la idea de perdón un tinte especial, porque lo convierte en una forma de venganza. El otro, el culpable, el ofensor, debe abajarse, humillarse, rendirse y pedir perdón, porque su pedir perdón me otorga poder, me sitúa por encima de él, lo hace dependiente de mi voluntad. No existe venganza más fría que el arrepentimiento del otro, que tener la oportunidad de mirarle por encima del hombre y expresar con histriónica y falsa majestad aquello de “te perdono”. Evidentemente a nadie le apetece pedir perdón sometido a tamañas condiciones: me quedo más a gusto con mi culpa, vieja ya compañera de viaje.

Si reflexionamos con sinceridad sobre nuestras relaciones tal vez descubramos, ojalá que con espanto, que esta arenilla seca e ingrata se ha asentado también en nuestros corazones. Basta con meditar si en alguna de nuestras relaciones presentes o pasadas ha sucedido alguna vez que nos pareciera que algún otro estaba “obligado” a pedirnos perdón. Si usted siente que el camino para perdonar empieza en el punto kilométrico en el que el otro cumpla con su obligación téngalo claro: usted desea venganza. Por eso castigamos al ofensor con la indiferencia, le quitamos el saludo y la palabra –con lo que negamos que comparta nuestra común humanidad-, y procuramos con ello que recuerde el daño causado e incluso el odio que se le profesa. Si quiere liberarse de su culpa, ya sabe el amargo trago que le toca.

Sin embargo, este castigo es sobremanera ridículo. Quien no quiere perdonar se ve obligado a un remover constante en la herida de la daga que la causó, ampliando el daño por cuenta propia más allá de lo que quien ofendió quería o podía hacer. Sólo nosotros podemos dar tanto poder al que nos hace daño, a través del rencor. Incluso podemos llegar a sentirnos culpables del odio que tenemos, lo que nos obliga a utilizar nuestros afinados sistemas de justificación: aumentamos imaginariamente el daño que se nos produjo, y añadimos o exageramos las circunstancias que nos parecen agravantes, con lo que justificamos y a la vez ampliamos nuestros rencor y, por lo tanto, la capacidad del ofensor para causarnos dolor.

Los amantes de la venganza tal vez no hayan comprendido que no la hay más delicada y cruel que el rencor, que permite  al adversario seguir castigándonos mientras permanece sentado en su casa al abrigo del fuego. El peor enemigo de uno mismo es ese yo rencoroso que logra mancillar y determinar todo el presente con la fétida basura de un pasado que sólo a él importa. El rencor es el síndrome de Diógenes del alma humana.
                  
No se puede decir mejor: “El rencor es la cooperación libre y eficiente de la víctima con los deseos del agresor. De hecho, el verdugo no tiene cómplice más servicial que el rencor de sus víctimas. Más todavía: el rencoroso se hace daño a sí mismo para mantener la justificación de su deseo de venganza; y de ahí que el rencor intente no dejar pasar el tiempo sino recordar vivamente el daño (…). El rencor vuelve definitivo el mal padecido y es, literalmente, la desvirtuación de la memoria; un hábito del corazón que es más mutilación que costumbre; una vejez prematura porque está hecha de heridas sin curar y del peso opresivo del pasado estancado como daño.” (Higinio Marín, Teoría de la cordura y de los hábitos del corazón, Pre-textos, Valencia, 2010, p. 235. Es el mejor libro de filosofía que se ha escrito en lengua española en las últimas décadas, al menos que sepa un servidor).
                 
El drama de la vida humana comienza a apreciarse cuando, visto que el rencor es un monstruo que destruye la vida y con el que no queremos hacer cuentas, queremos perdonar… pero no podemos. El perdón exige sin lugar a dudas la concurrencia de nuestra libertad, pero se muestra como un exceso respecto a nuestra naturaleza en la medida en que no podemos tomar posesión de él. Para que logremos verdaderamente perdonar, lo que exige la restitución de las cosas a un estado como poco similar al original, ha de suceder algo más que mi intención de hacerlo, algo que yo no puedo producir. Sí que es un requisito imprescindible mi deseo de hacerlo, que siempre precede al perdón como la luz al sol.
                 
Al desearlo convocamos al milagro del perdón, que así nos llega a acontecer, sorprendiéndonos. El que perdona no sólo recupera una relación dañada, sino que renace el mismo al tiempo presente, que estaba empañado por el recuerdo de la ofensa. Perdonar es una de esas experiencias en las que descubrimos la grandeza de la vida, nuestra incapacidad de domeñarla, y la belleza de un Presencia que nos acompaña y que es el añadido que hace posible la gracia del perdón, que alcanza al ofensor pero que esponja, sobre todo, el corazón de quien perdona.Al fin y al cabo recibir el perdón nos libera de la culpa, pero no deja de ser por un acto externo a nosotros.Perdonar nace de nuestro interior, engrandece nuestros horizontes y eleva la vida, porque desborda el futuro con posibilidades que el rencor mantenía apresadas. Justo lo contario de lo que le sucede al rencoroso, que vive atenazado por las viejas rencillas como muere el ciervo preso por su cornamenta en las ramas del árbol que pretendía derribar.

Es una experiencia mucho más bella perdonar que ser perdonado, lo que nos recuerda aquella intuición de Platón que sin este correlato nos parece incompleta. Me refiero a aquello de que “es mejor sufrir injusticia que cometerla”. Tenía razón el clásico varón: es mejor; pero lo es sobre todo por la posibilidad del perdón.

Si lo que estamos razonando es verdadero, y para comprobar esto no hay que rebuscar en ningún discurso dado sino atender a la propia experiencia, la solicitud de perdón por parte del que ha causado el daño no puede ser entendida como una “obligación” en el estricto significado de la palabra. En los términos en los que, según vimos, se mueve la cultura contemporánea, pedir perdón carece de sentido, puesto que en lugar de ser una liberación de la culpa se ha vuelto la certificación de la misma. El que perdona reconoce en la humillación del ofensor la realidad de su culpa, la justificación del propio rencor y encuentra, en tantas ocasiones, precisamente en la petición de perdón, justificación y fuerzas renovadas… para no perdonar. Reconocida la culpa renace el sentido que sostenía el rencor. El resultado es que muchas veces no pedimos perdón porque da miedo, porque resulta pernicioso para uno mismo y para el otro, que nos utiliza para hacerse de nuevo daño ahora saltando incluso nuestra intención.
                 
Como consecuencia, en estas circunstancias quien desea el perdón se ve en la necesidad de crear él el puente, la situación que permita al otro acercarse a realizar el acto que le liberará del peso que recae sobre sus hombros. Lo hace, además, porque le mueve un afecto renovado hacia el “culpable” que, en realidad, ya no lo es, pero que todavía no lo sabe. Evidentemente es preciso que a uno le hayan querido de una manera excepcional, que le haya sucedido una gran gracia, para que pueda siquiera imaginar que una experiencia de amor así puede darse. Una experiencia, dicho sea de paso, en la que encontramos los cimientos de un mundo nuevo y de una vida nueva, del mundo y la vida que realmente deseamos y que ninguna modificación de las estructuras que no atienda a este nivel de profundidad podrá otorgar. El resto de esfuerzos ideológicos por construir una nueva realidad política no es más que violencia construida sobre criterios de poder, superioridad y culpa –del vecino.
                 

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