jueves, 30 de enero de 2014

¿HAY QUE SER POBRES PARA SER CATÓLICO?

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Samuel Gutiérrez
“La llamada a la pobreza es una llamada a toda la Iglesia, desde la jerarquía hasta el último bautizado. Se trata sobre todo de ponerse en camino, y cada uno verá en qué punto está”. Lo afirma Joan Planellas, autor de La Iglesia de los pobres en el Concilio Vaticano II (de próxima aparición en español en la editorial Herder y ya editado en catalán por la Facultad de Teología de Cataluña), en el siguiente fragmento de una entrevista publicada en el último número del semanario Catalunya Cristiana.
 
 
¿Qué novedades aporta el Concilio al tema de la pobreza?
 
El tema de la pobreza en el Concilio podría resumirse en tres puntos. Un primer punto es el que se refiere al campo de la moral social, donde el tema de la pobreza representa un punto de inflexión. Se produce una ampliación de horizontes en relación con las mediaciones de la caridad.
 
Junto con el trabajo asistencial y las acciones de promoción humana, que son una realidad constante en la obra social de la Iglesia a lo largo de su historia, la constitución Gaudium et spes incide en el hecho que las situaciones de pobreza y marginación social que hay en el Tercer y Cuarto mundo reclaman una especial atención de las mediaciones políticas.
 
Es decir, la dimensión política de la caridad pide ir a las causas y no sólo a los efectos. Hay que impedir una globalización de la miseria. El Vaticano II incluso denuncia con claridad meridiana el escándalo que supone que las naciones ricas del planeta sean mayoritariamente de tradición cristiana.
 
¿Segunda novedad?
 
Un segundo punto importante sería que el Concilio Vaticano II pone de relieve la categoría social y la dignidad del pobre y los pobres. Como dice el decreto Apostolicam actuositatem, «cabe considerar el prójimo como la imagen
de Dios, según la cual ha sido creado».
 
Y después describe con una gran finura espiritual la acción caritativa: que se respete con una gran delicadeza la libertad y la dignidad de la persona que recibe ayuda; procurando que las acciones hacia él sean verdaderamente gratuitas; no buscando el propio provecho o un deseo de dominio, o incluso como un medio para completar la fe.
 
La perspectiva de la Gaudium et spes y la propia declaración sobre la libertad reli- giosa (Dignitatis humanae) pueden ayudar a captar el espíritu que la Iglesia pone en estas palabras. Hay que incidir en este punto: en el pobre está el propio Cristo. Se trata del máximo humanismo junto a la máxima trascendencia.
 
Y finalmente, el tercer elemento de novedad...
 
El punto decisivo en
el cual realmente incide el Concilio Vaticano
II, y que tiene más repercusión, es el de la teología explícita sobre la pobreza. Este tema tiene unas implicaciones personales, institucionales y eclesiales que traspasan los postulados de la simple Doctrina Social de la Iglesia.
 
Es en este punto que podemos hablar de la Iglesia de los pobres. Porque tenemos unos textos —sobre todo Lumen gentium n. 8 y Ad gentes n. 5— que afirman que la opción preferencial por los pobres tiene un claro fundamento cristológico y pneumatológico: «Así como ha hecho Cristo, así tiene que hacer la Iglesia» y «Es el Espíritu de Cristo el que hará adelantar la Iglesia por el camino de la pobreza, imitando al propio Cristo».
 
¿Podemos hablar, pues, de un fundamento teológico de la pobreza?
 
Más aún: el fundamento es ontológico. El fundamento es Cristo. Es la imitatio Christi. No se trata simplemente de un reclamo a un elemento integrador de perfección y belleza de la Iglesia, sino que la invitación es a imitar la vida de Cristo. Sólo así la Iglesia hará creíble su Evangelio ante el mundo.
 
El Concilio supera la visión que reducía la pobreza a una llamada del cristiano individual o de una comunidad o carisma concreto. Se trata de una vocación a la cual todo creyente es llamado, individual y socialmente. Toda la Iglesia está llamada a vivir el camino de la pobreza.
 
¿No vivir la pobreza es traicionar el mensaje de Cristo?
 
El Concilio habla a propósito de camino porque es muy difícil hacer ley de una llamada como ésta. Cada uno tiene que ver por dónde ir. La llamada al seguimiento de Cristo siempre te pide más. Es una llamada a toda la Iglesia, desde la jerarquía hasta el último bautizado. Se trata sobre todo de ponerse en camino, y cada uno verá en qué punto está.
 
A lo largo de la historia de la Iglesia, ¿nos hemos desviado de este camino?
 
Sí, a veces nos hemos desviado. En la conclusión del libro pongo el ejemplo de dos grandes reformadores del siglo XIII: Francisco de Asís y Pere Valdés. Ambos vivieron con extrema intensidad la pobreza evangélica.
 
No puede decirse que Valdés la viviera en menor intensidad. Pero Valdés y sus seguidores pensaban que ellos tenían la razón en contra de los demás, que ellos eran la verdadera Iglesia, y se convertían en extremadamente críticos y negativos con agria oposición al clero católico. Pensaban que era imposible salvar la Iglesia desde la misma Iglesia.
 
En cambio, es sorprendente que en los escritos y en las palabras relativamente numerosas que conservamos de san Francisco no hay ninguna crítica de la situación de los hombres de Iglesia. Francisco estaba convencido de la fuerza y del poder de Dios que actúa en los hombres y que pese a todo podía renovar la Iglesia por medio de la misma Iglesia.
 
Otro Francisco, ocho siglos después, ha afirmado que «desearía una Iglesia pobre y para los pobres». Todos presentan esta intuición como gran novedad, pero Juan XXIII ya hizo clara referencia.
 
Sí, fue un mes antes de empezar el Concilio cuando dijo: «Ante los países subdesarrollados, la Iglesia se presenta tal y como es y quiere ser: la Iglesia de todos, y particularmente la Iglesia de los pobres.» De hecho, el Concilio se desarrolló a partir de intuiciones como esta.
 
No se trata, pues, de ver sólo la dimensión social o moral de la pobreza, sino una Iglesia que realmente viva las bienaventuranzas, la sencillez evangélica.
Sólo una Iglesia así hará el Evangelio creíble al mundo. Por eso el papa Francisco ha subrayado este aspecto.

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