miércoles, 26 de noviembre de 2014

* DESDE VILLALUENGA: EL CIELO DE MI HOGAR.





Empiezo a escribir este post cuando son poco más de las dos de la tarde de un grisáceo lunes 24 de noviembre en mi querido y bendito pueblo de Villaluenga del Rosario donde a poco que pasa el tiempo vamos apurando las últimas horas antes de regresar a nuestra cotidianidad, la que nos abstrae y también, sería una necedad no reconocerlo, en mi caso particular me agota.

Soy de origen marinero, de una preciosa Isla donde junto a Cádiz se convirtieron en el reducto imbatible de la primera década del siglo XIX cuando el enemigo francés quería poner su yugo a esta bendita España y que no lo pudo conseguir porque en dos lugares no pudieron entrar y por la sangre derramada de tanto patriota que poco a poco debilitaba al poder militar de Napoleón que vio sus anhelos ahogados en la nada.

En mi mente y corazón se entremezcla el mar, la mar como diría el eterno Rafael Alberti, y la montaña que paradójicamente se dan la mano y formar un estrecho e indisoluble puente que hace cercano, aunque estemos físicamente a kilómetros de distancia, la bicentenaria Ciudad de San Fernando y mi bendito pueblo de Villaluenga del Rosario.

En el cercano cielo se ha cubierto como si de un denso y tupido tapiz de un color gris que enfría el carácter y adormece los sentidos. Hasta hace poco más de una hora habíamos disfrutado de esplendorosas nubes blancas que se esparcían por ese horizonte celeste oscuro conformando los más diversos e inverosímiles dibujos. Hasta hace poco más de unas horas un rico frescor se unió a una cálida temperatura que hacía que incluso sudaras abundantemente por poco que caminaras.

Hoy después de desayunar en el Mesón “Los Caños” nos hemos encaminados para dar una extraordinaria y larga vuelta por todo el pueblo, recorriéndolo a lo largo y sobrepasando sus límites pues nos hemos adentrado por la glorieta hasta llegar al puerto.

Divisar un paisaje único que cambia por cada segundo que va pasando, disfrutar de una amena charla junto a Hetepheres que me va narrando las “buenas” noticias que ha escuchado o leído, encontrarnos con Mateo al cual esperan todos sus gatitos impacientemente, recorrer la Avenida de los Arbolitos, pasar por el Ayuntamiento, caminar por la eterna calle Real y desviarnos para ir a “La Covacha” para un asunto que pendía desde hacía algunas horas y seguir por la Sevadilla hasta la Plaza de Toros y encaminarnos de forma pausada, tranquila, aunque con bastante calor hacia la glorieta.

Encontrarte con buenos vecinos que departían amigablemente, conversar con Juande que estaba cavando hoyos en la tierra rocosa porque ha estado contratado unos días por el Ayuntamiento, saludar a Ismael que paseaba con sus sempiternos perritos, y seguir la marcha de forma pausada, tranquila, con un calor que fatigaba nuestros sentidos aunque no nuestros ánimos.

Sentarte en el último de los bancos de este agradable paseo y recorrer con la mirada esos verdes campos mientras a lo lejos se pierde en imponentes montañas de cuya cima parecía envolver rocambolescas nubes blancas conformando inverosímiles piruetas como si de un dibujo se tratara.

Observando esta inmensa preciosidad que reflejaba en ese momento el cielo, la belleza de un instante, me acordaba lo que siempre me dice mi buen amigo Miguel Ángel Pacheco Benítez: ¡No hay un cielo como el de Villaluenga!

Estar sentado escuchando el silencio solo roto por el balido de unas ovejas, el piar de un pájaro que está volando por los cielos o el ruido del motor de ese coche que ni se divisa aunque se siente cercano y que aparece a lo lejos en cualquiera de sus carriles.

Y Villaluenga que es todo inmensidad también es poder gozar de la intimidad de asistir a la Santa Misa gozándola de principio a fin con nuestros hermanos en la fe de Cristo que se unen por medio de la Eucaristía y es rezar en el silencio del Sagrario y frente a la Virgen del Rosario sintiéndote solo ante Ellos.

Villaluenga puede ser también lluvia fina o pertinaz frío, aunque parece que eso se va retrasando, es crepitar del fuego en la chimenea mientras lees un buen libro o escribes tus pensamientos y ensoñaciones.

Es Canijo, nuestro gatito payoyo, profundamente dormido encima nuestra o alrededor de la cálida lumbre, es saludo, sonrisa, sentirte acompañado por donde vayas aunque en ese preciso momento puedas encontrarte solo. Es sentarme en el sofá de mi buen amigo y hermano Miguel Ángel Pacheco Benítez y encontrarme en casa, es despertarme con el repiqueteo de la lluvia de madrugada o escuchando los últimos crujidos de la leña consumida por el fuego.

Villaluenga del Rosario es un lugar donde la paz se respira hasta entrar en nuestros adentros, es contemplar extasiado el imponente Caíllo como ese escudo que tenemos para protegernos de las intoxicaciones que tiene el mundo. Es queso mundialmente reconocido con su famosa y prestigiada fábrica o los tradicionalmente ecológicos como son “El Saltillo”, “Quesos Oliva”, “La Velada”…

Villaluenga es mi meta y si Dios así lo quiere mi fin pues es el sitio donde a medio-largo plazo quiero asentarme a vivir todas las horas que tiene el día junto a mi mujer.

Y Villaluenga ahora mismo es la esperanza de que pasen pronto los días para que nuevamente llegue el viernes y así podernos reencontrar, como lo hacen dos eternos enamorados, y vivir durante unas horas, unos días, dedicados el uno para el otro.

Este artículo en las primeras horas de la gris tarde de aquel lunes ya pasado ve la luz en las primeras horas de la noche de un oscuro y lluvioso miércoles pues las nubes que nos despidieron hace tan solo dos días de Villaluenga del Rosario parece que son esa mano tendida que nos recuerda a nuestro pueblo y nos dice, como si un susurro fuese, que ya queda menos para volver a estar allí, en mi bendito pueblo que se ha convertido por derecho propio en mi ansiado hogar.

Recibid, mis queridos amigos y convecinos, un fuerte abrazo, que Dios y Nuestra Madre del Rosario os bendigan.


Jesús Rodríguez Arias





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