jueves, 29 de octubre de 2015

¿COACHING O DIRECCIÓN ESPIRITUAL?





El director espiritual te ayuda a crecer en la fe y en la esperanza, que provienen de Dios y conducen a Dios. El “coach” te ayuda a aumentar la fe y la esperanza en ti mismo (no en Dios, evidentemente) para lograr, no tu salvación, sino la de tu empresa..


Por: Pedro Luis Llera Vázquez | Fuente: Catholic.net 




Hoy he empezado a recibir un curso de “coachingeducativo”: nada más y nada menos. Una insigne y brillante profesional del tema nos está introduciendo en las bondades de las inteligencias múltiples, la inteligencia emocional, las emociones y los sentimientos, las conexiones neuronales y las partes de nuestro cerebro. Ciertamente apasionante.

Hace no muchos años, cuando a uno se le moría su padre o su hijo, recurría al consuelo espiritual que te proporcionaba la fe y un sacerdote iba a tu casa o ibas tú a la iglesia y el cura te confortaba con la esperanza que proviene de la fe en Dios. Ahora, cuando ocurre una desgracia, un equipo de psicólogos acude al lugar de la tragedia y te habla de asertividad y resiliencia para que seamos capaces de expresar adecuadamente nuestras emociones y además podamos sobreponernos al trauma. Pues bien, el “coaching” es como la dirección espiritual de toda la vida, pero en laico. Me explico. Un director espiritual te guía y te ayuda a crecer en santidad para que uno pueda discernir lo que Dios quiere de ti en cada momento de tu vida y poder responder adecuadamente, buscando siempre la salvación de tu alma y la vida eterna. El director espiritual te ayuda a crecer en la fe y en la esperanza, que provienen de Dios y conducen a Dios. El “coach” te ayuda a aumentar la fe y la esperanza en ti mismo (no en Dios, evidentemente: hasta ahí podíamos llegar… Dios se escapa de los parámetros científicos de la psicología y la neurología) para lograr, no tu salvación, sino la de tu empresa; el director espiritual te invita a vivir la fe en comunidad; el coach, a formar equipo para trabajar más y mejor. Fantástico. Es lo de toda la vida, pero en su versión materialista cientificista. O sea, sin Dios.

Pues bien. Al final de la primera sesión, nuestra ilustre ponente – ciertamente una señora simpática y competente – nos dejó una pregunta inquietante en el aire: ¿Cuál es nuestro proyecto de vida? ¿Nos hemos planteado alguna vez por qué estamos aquí, para qué y cuál es el sentido de nuestra vida?

¡Pues bueno soy yo para eso…! Así que me dispongo a responder. Y sé que lo que voy a escribir le resultará escandaloso a mucha gente. Me importa un bledo lo que piense nadie. Hoy, como siempre, proclamar la Buena Noticia resulta necedad para unos y escándalo para otros. Pero yo no estoy aquí para otra cosa que para alabar y dar gloria a Dios. Eso da sentido de mi vida: su “principio y fundamento”. Dios me ha dado la vida por amor y para que yo lo ame a Él y ame a mis hermanos. Pero es imposible servir a Dios y contentar al mundo.

Yo, gracias a Dios, tengo fe y le pido al Señor que me aumente esa fe cada día. Sí. Yo creo en Dios. No en un dios cualquiera. Creo en el único Dios verdadero: Jesucristo. Creo en el Dios de la Iglesia Católica, que es una, santa, católica y apostólica. Creo en la Iglesia, que es el Cuerpo Místico de Cristo. Por eso, quienes dicen que creen en Dios y rechazan a su Iglesia, mienten. Por eso, quienes se llaman católicos y desprecian al Papa o extienden doctrinas distintas a las del catecismo de la Iglesia, mienten. En realidad son lobos disfrazados de corderos, falsos profetas que trabajan para Satanás; hipócritas a quienes más les valdría colgarse una piedra al cuello y tirarse al mar, porque tendrán que rendir cuentas ante el Altísimo por sus engaños. Ningún santo se apartó nunca del verdadero Evangelio ni cuestionó nunca la autoridad del Santo Padre ni se erigió en profeta alternativo. Los santos se han caracterizado siempre por mantenerse fieles a Dios, unidos a la Iglesia y al sucesor de Pedro. Y atacar a la Iglesia, perseguirla o predicar doctrinas distintas del auténtico magisterio apostólico es perseguir al mismísimo Cristo Resucitado. Los enemigos de la Iglesia son enemigos de Dios mismo. Odian a la Iglesia y odian a Cristo. Yo creo en el Dios de la Iglesia clandestina china; en el Dios de las viejecitas que rezan el rosario en Corea del Norte mientras cuentan alubias sentadas en círculo, jugándose la vida; creo en el Dios de la Iglesia mártir de Pakistán y de Siria y de Egipto y de tantos países islámicos o comunistas que persiguen y asesinan a mis hermanos.

En mi vida y en la de mi familia, la presencia amorosa de Dios es tan evidente, tan tangible, tan palpable, que es imposible no creer en el Señor. Él me llamó y yo le seguí. Todo lo que tengo y lo que soy se lo debo a Cristo. Yo era un inútil, incapaz de hablar ni escribir ni entender nada. Pero el Señor es mi Maestro – el único “coach” verdadero – y se fijó en mí sin yo merecerlo y me enseñó y me abrió el entendimiento para que pueda proclamar su gloria. Él escoge y llama a los más torpes, a los más débiles, a los más necesitados, a los más pecadores, para que su gloria, su grandeza y su bondad resulten aún más evidentes. Tomás de Aquino, el doctor angélico, decía que había aprendido más rezando ante el Sagrario que en los libros. Lo suscribo. Hasta el punto de afirmar que la única sabiduría que me interesa es la que viene de la Cruz del Cristo, la que procede del Señor, muerto y resucitado. Toda la sabiduría de este mundo me parece basura al lado de Cristo.

El Señor no me quiso llamar al sacerdocio ni a la vida religiosa. Él sabrá por qué. Mi Dios me llamó a formar una familia y me regaló la vocación de maestro. Cristo quiso que yo fuera su testigo y que anunciara su Evangelio a los niños y jóvenes, educándolos en el amor, que es Él mismo. Y el propio Señor se ha ido encargando de llevarme y traerme por los caminos más insospechados para que yo pudiera llevar a cabo la misión que Él mismo me había encomendado. Desde luego, esos caminos nunca fueron mis caminos. Yo jamás habría sospechado los itinerarios que el Señor tenía y tiene misteriosamente reservados para mí. A mis cuarenta y nueve años ya ni me molesto en hacer planes: sólo confío en el Señor y, con toda paz, acepto en mí la Voluntad de mi Señor y sólo le pido que me dé fuerzas para decirle siempre que sí. “Señor: dame lo que pides y pide lo que quieras”. Sólo tengo la certeza de que Dios me quiere. Sé en Quién he depositado mi confianza.

Maestro católico

En mi vocación como maestro católico han sido decisivos tres santos: San Ignacio de Loyola, San Juan Bautista de La Salle y Santo Tomás Moro.

De San Ignacio aprendí a optar por la Bandera de Cristo; aprendí que o se está con Cristo o contra Cristo; que no hay medias tintas ni componendas posibles; que debemos “sentir con la Iglesia” y anunciar el Evangelio sine glossa, unidos al Papa y a la Iglesia jerárquica, con humildad y obediencia. Cuando tú te crees más sabio y entendido que el Papa y todos los obispos juntos, la has fastidiado. La soberbia es el peor de los pecados. Y cuando hablamos de Dios, la última palabra es la de los Apóstoles y sus sucesores, con el Papa a la cabeza; y la de los santos que nos han precedido y dado ejemplo en la historia de la salvación. Pero cuando tú te crees más listo y más iluminado que el Papa, que los obispos y que todos los santos que en el mundo han sido, dejas de estar en comunión con la Iglesia; y por lo tanto, con Cristo. Y entonces empiezas a construir iglesias alternativas, irremediablemente condenadas a la esterilidad y a la nada. Porque el sarmiento que se desgaja de la Vid, no sirve para otra cosa que para arder en el fuego; pero no da fruto.

De San Juan Bautista de la Salle aprendí que la educación católica es un ministerio de la Iglesia; que los maestros somos ministros y embajadores de Cristo ante nuestros alumnos y que nuestra misión es conducir sus almas a Cristo para que se salven. Y que esa tarea sólo se puede hacer si estamos enraizados en Cristo y si permanecemos fieles a la sana y segura doctrina de la Iglesia. Pero si nos apartamos de Cristo, si nos inventamos doctrinas alternativas y pseudoproféticas, iglesias de los pobres enfrentadas dialécticamente con la Iglesia Jerárquica (que debe de ser, a entender de algunos, la de los ricos), y no permanecemos fieles a la única Iglesia de Cristo, todo se va al traste y dejamos de tener una escuela católica para ofrecer experimentos pedagógicos pintorescos y muy progresistas, pero abocados al fracaso más estrepitoso.

Y de Santo Tomás Moro aprendí que uno debe mantenerse fiel a la Iglesia y a Cristo hasta las últimas consecuencias: guste o no guste a los que mandan; aprendí que la Verdad no se debe adulterar para buscar el propio beneficio; que hay que estar dispuesto a perder cargos y sueldos y comodidades y hasta la propia vida, si fuera preciso, por fidelidad a Dios y a la Iglesia. Aprendí de él que la fe no se puede reducir al ámbito privado, sino que uno debe ser cristiano a tiempo completo. Aprendí que la fe tiene serias y trascendentales implicaciones en la vida pública, que es donde debemos dar la cara: incluso a riesgo de que nos la partan. A sir Tomas More le cortaron la cabeza. Aprendí de este mártir glorioso que uno no puede ser tibio; que no vale el “sí, pero…” Un católico no puede hacer apaños y militar en organizaciones que defienden el aborto, que comprenden y aceptan el divorcio y que prodigan toda clase de políticas inmorales. Benedicto XVI lo dejó muy claro cuando formuló los “principios no negociables”: defensa de la vida, de la familia, de la libertad de educación y búsqueda del bien común. Esas son las líneas rojas para un católico en la vida pública por pura coherencia eucarística. Y no hay peros ni posibilismos ni medias tintas que valgan al respecto. O se está con Dios o con el mundo.

A parte del “coaching” de Cristo, los santos también nos brindan un ejemplo que nos ayuda a discernir el camino que conduce a la salvación, que es lo único que me importa, porque, en definitiva, es el único camino hacia la verdadera felicidad.

Padre de familia

En cuanto a mi vocación como seglar y padre de familia, el Señor puso en mi vida a una esposa a la que quiero tanto, que no hay palabras que puedan contener tanto amor. A buen seguro que hay mujeres más guapas, más atractivas, más listas, más simpáticas… Pero, parafraseando al genial Pedro Salinas, entre todas las gentes del mundo, sólo ella es ella. Después de veinte años de matrimonio, no la cambiaría por nada ni por nadie de este mundo. Ella es el amor de mi vida, mi compañera, mi cómplice, mi alegría, mi felicidad. No podría entender mi vida sin mi mujer porque ella y yo no somos dos personas que viven su vida en paralelo, sino que somos una sola carne y una sola vida, unidos por el amor de Dios, de un Dios que nos acompaña siempre y nos bendice cada día. Y aunque nuestra vida no haya sido precisamente un camino de rosas, nunca nos ha faltado la ayuda de la Santísima Providencia.

Yo no entiendo el divorcio, ni a los canallas que maltratan o matan a sus mujeres: ¡Cómo se puede ser tan malnacido! El divorcio, el adulterio, el engaño y la mentira son pecado: ¡Cómo no van a serlo! La infidelidad acaba con el amor y destruye al hombre y a la mujer. Y destroza la vida de los hijos. Pero el mundo vive de espaldas a Dios y no se entera de nada: está ciego y sordo. La gente que vive en los valores de este mundo busca la felicidad en el placer, en el bienestar, en el goce hedonista y acaba en la desesperación, en el nihilismo y en la muerte. La felicidad sólo se encuentra en el amor que viene de Dios.

Y de ese amor nacieron nuestros tres hijos maravillosos: tres auténticos regalos del Señor. Nuestros hijos son nuestra mejor aportación a este mundo, nuestra obra de arte: nuestra y de Dios. Con ellos, todo es más bueno y más hermoso. Los hijos te enseñan a amar. Cuando eres padre, entiendes cómo es Dios: cómo se puede amar hasta el extremo e incondicionalmente a alguien; cómo tus hijos son más importantes que nada ni nadie. La razón de ser de un padre es educar y amar a sus hijos, verlos crecer en estatura y en gracia de Dios. Eso también da sentido a mi vida.

Cuántos niños crecen sin padres porque éstos están demasiado ocupados en otras cosas más importantes, como ganar más dinero o labrarse impresionantes carreras profesionales. Abandonar a los hijos para trabajar y “vivir mejor” supone muchas veces destruir a los hijos. Vale más vivir con menos y tener tiempo para los hijos, que tenerlo todo y dejar a los hijos huérfanos y hambrientos de lo único imprescindible: el amor – y el tiempo – de sus padres. Un niño sin el amor de sus padres no puede crecer sano. El mundo está lleno de niños raquíticos de amor porque les falta la vitamina imprescindible para crecer y madurar. España está llena de niños desnutridos de cariño y de ternura porque para sus padres hay otras cosas más importantes, como realizarse a sí mismos. Se olvidan que lo único que te realiza es el amor a tus hijos. No hay otra carrera mejor ni otro bienestar mayor.

¿Cómo puede haber gente que no quiera a sus hijos? ¿Cómo es posible que una madre asesine a su propio hijo sin darle siquiera la oportunidad de nacer? Yo no puedo entender ni aceptar el aborto, que es un crimen abominable. Un hijo no es nunca una desgracia ni una maldición. Al contrario. Un hijo siempre es una bendición de Dios. Pero lo que está de moda es defender el derecho de la mujer a decidir si quiere o no tener a su hijo. Y llevarle la contraria al mundo supone la descalificación y que te señalen con el dedo como si fueras un fanático peligroso. Al mundo no le gusta que le digan la verdad, porque el mundo vive en la mentira. Pero Dios pedirá cuentas de cada gota de sangre de esos niños asesinados. Ya sé que vosotros no creéis que Dios exista. Ya sé que para vosotros no hay cielo ni infierno ni castigo ni condenación ni salvación: que para vosotros sólo somos carne destinada a la podredumbre. Pero os equivocáis. Yo sé que Dios está; que Dios es El Que Es; que el Señor es el creador de todo cuanto existe y que en Él vivimos, nos movemos y existimos. Pobres de vosotros los que anunciáis mentiras y predicáis la muerte.

La solución está en el Sagrario

El mundo quiere destruir a la familia porque el Príncipe de este Mundo quiere destruir al hombre. Y el hombre sin amor, sin Dios, se convierte en una bestia cruel capaz de los peores crímenes. Satanás nos dice que el amor es imposible, que no hay amor eterno, que el amor se acaba, que no existe otra cosa que sexo y placer. Y el mundo se lo cree. Por eso tanta gente vive sin sentido, sordos y ciegos al amor de Dios. Sólo Dios nos puede salvar de la desesperación, del sinsentido y de la muerte, si nos volvemos hacia Él y nos arrepentimos de corazón de todo cuanto nos aparta de su amor. En el mundo hay mucha corrupción, muchos ladrones, asesinos, violadores, pederastas; muchas mentiras, mucha desesperación. Vivimos tiempos de crisis, de parados y desahucios; de indignados y de sinvergüenzas. Y no se encuentran soluciones ni alternativas. Las ideologías son mentiras. Los partidos políticos y los sindicatos son sectas al servicio de su propio poder sin otro fin que enriquecer a sus dirigentes y a sus amiguetes.

¿Queréis soluciones? Mirad al Sagrario. Allí está Cristo: el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Miradlo a Él, presente realmente en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía. Si no nos convertimos a Cristo, seguiremos sumidos en la oscuridad del pecado. Cristo entregó su vida por amor, para salvarnos y perdonar nuestros pecados; dio su vida como víctima para que nosotros tuviéramos vida y la tuviéramos en abundancia. No hay esperanza fuera de Cristo. Por eso la llamada a la conversión es hoy más urgente que nunca. Los paraísos que prometen algunos y el Estado del Bienestar de otros no nos conducen más que a callejones sin salida: a la esclavitud, al sufrimiento y a la muerte. Sólo el amor de Dios y su misericordia puede realmente salvarnos de tanta inmundicia como nos rodea y tanto pecado como llevamos dentro de nosotros mismos; de tanta desesperación; de tanto pecado personal y de tanto mal social.

Seguir al mundo es entrar por la puerta ancha que conduce a la perdición. Comed, bebed, disfrutad de los placeres, buscaos a vosotros mismos y atended sólo a vuestro propio bienestar. Tenéis derecho al goce permanente. Haced lo que queráis, que nada es pecado. Todo está bien y todo vale. Dicen que el vitalismo dionisíaco es la única puerta para la felicidad. Pero Baco ofrece placeres y lo que te da, en cambio, es muerte y desesperación: el vómito y la náusea de la borrachera del sinsentido y de la nada.

Cristo es la puerta estrecha por la que es más complicado pasar. Seguir a Cristo es aceptar la renuncia a uno mismo; es aceptar la cruz, es renunciar a los halagos de la gente, a la riqueza fácil. A todos nos gusta que nos vean como triunfadores y que nos aplaudan pero no es ese nuestro camino: sólo a través de la cruz de Cristo llegaremos algún día a la plenitud de la vida eterna. Sólo el Amor puede dar sentido a nuestra vida. Sólo Cristo es nuestro Salvador y Señor. Seguir a Cristo supone ir a contracorriente. Hoy en día, lo que está bien visto es defender el matrimonio homosexual, el aborto y los planteamientos progresistas, liberales o socialistas; es más fácil ser muy liberal y relativista, porque entonces eres tolerante, políticamente correcto y te dan inmediatamente el carnet de demócrata. Y ser católico puede parecer que es decir siempre que no. Pero nuestros noes, en realidad, son un sí al Amor, a la Verdad y a la Vida. No se trata de ser aguafiestas que lo van prohibiendo todo. Al contrario: tenemos una gran noticia: que el pecado y la muerte ya han sido derrotados por Cristo; que la batalla con el mal y con la muerte ya se ha decido a favor del bien y de la vida. Nuestra noticia es que hay esperanza, que el amor ha triunfado ya sobre el odio y la desesperación.

Escuchadlo a Él. No a mí. Escuchemos al Señor que nos llama y nos espera con los brazos abiertos para acogernos y perdonarnos. Hay esperanza. Hay salidas. Podemos ser felices. Podemos amar y ser amados de verdad y para siempre. El Señor no quita nada y lo da todo. Miradlo a Él. Seguidlo a Él. Adoradlo. Unidos a Cristo, lo podemos todo. Él es nuestro Salvador. Confiad en Él. Tened fe. Pedídsela al Señor. Lo demás lo tendréis por añadidura.

Mi vida tiene sentido. Soy feliz viviendo mi vocación de maestro y de padre. Mi proyecto de vida es Cristo y, con la ayuda de su gracia y de su misericordia, alcanzar la santidad. A eso estamos llamados todos los bautizados.
Sólo Dios basta.

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